(De la Gloria del Olivo)
Escrito por el P. Alfonso Gálvez en 2011. Forma parte de su libro El Invierno Eclesial.
La conocida como Profecía de San Malaquías fue revelada, según parece, a San Malaquías, Arzobispo de Irlanda, al término de una peregrinación a Roma que tuvo lugar hacia el año 1140, si bien su contenido no fue conocido hasta bastantes años después. Consta de dos partes. La segunda de las cuales, que es la correspondiente a los Papas y la más conocida (la primera se refiere a Irlanda), fue publicada por primera vez hacia el año 1595. Según algunos, habría permanecido durante unos cuatrocientos años en los Archivos Secretos del Vaticano. Es de la que se va a hablar aquí.
La Profecía —escueta y breve en su forma— contiene una serie de motes o lemas, redactados en frases cortas de contenido ambiguo y esotérico referentes a 112 Papas. Comienza con Celestino II (1143–1144) y acaba en el que se supone que marca el final de la Historia. Según la relación, estaríamos viviendo en estos momentos el período correspondiente al penúltimo de la serie: Benedicto XVI, quien lleva adscrito el lema De Gloria Olivæ (De la Gloria del Olivo). El lema de Petrus Romanus (Pedro Romano) corresponde al último de todos; quien marcará el final de los Tiempos, a saber: el momento en el que ocurrirá la aparición del Supremo Juez, que será quien lleve a cabo la celebración del Juicio definitivo sobre todos los hombres que han vivido a lo largo de la Historia.
No es necesario decir que, puesto que esta Profecía pertenece al género de las revelaciones privadas, carece enteramente de valor oficial. La Iglesia no la ha reconocido nunca, aunque tampoco la ha rechazado. Cada cual puede considerarse libre, por lo tanto, para creer o no en ella. Sin que parezca honesto calificar a nadie, por razón de la postura adoptada ante su contenido, ni como incrédulo por rechazarlo ni como ingenuo por admitirlo.
El texto en el que aparecen redactados los lemas o motes es oscuro. Cosa que no puede extrañar a nadie, dado que el lenguaje profético es siempre misterioso y ambiguo por naturaleza. A veces es fácil descubrir el significado de los lemas, con respecto a alguno o algunos de los Papas a los que se refieren; hasta el punto de que, en no pocas ocasiones, la conveniencia o conformidad del texto con el personaje (o con el entorno correspondiente a su Pontificado) es francamente sorprendente. Mientras que con respecto a otros, sin embargo, o bien resulta bastante difícil de encontrar en su leyenda un sentido que sea aplicable al Papa en cuestión, o bien la tarea parece imposible y su significado permanece indescifrable.
Por descontado que los lemas se pueden interpretar de muy variadas maneras, sin que ninguna de ellas pueda considerarse como absolutamente segura. Cabe que alguna interpretación se acerque a la verdad más que otras también posibles, en el sentido de que parezca más verosímil o más ajustada a los hechos históricos; pero sin que jamás podamos asegurar que es la definitiva.
De todas formas, hay que tener en cuenta que el lenguaje profético no se ha hecho para que lo entienda todo el mundo. Incluso puede suceder, cosa que parece normal dentro de lo que significa el carisma de profecía, que haya sido formulado para ser entendido por muy pocos o incluso por nadie; a pesar de que está ahí, y bien patente a veces: A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; pero a los demás, sólo a través de parábolas, de modo que viendo no vean y oyendo no entiendan.[1] Las profecías de Jesucristo acerca del fin del mundo son claras y enteramente inteligibles; las señales de las que en ellas se habla tienen poco de misterioso y sí mucho de clamorosas y de patéticas: y sin embargo no serán reconocidas prácticamente por nadie; lo cual incluso también está anunciado como que sucederá así.
A veces Jesucristo habla proféticamente con la expresa intención de que lo entienda quien pueda; algo así como si se dijera: quien pueda cogerlo, que lo coja. De tal manera que aquí se sobreentiende que puede haber alguien que comprenda su significado, aunque es posible también que nadie consiga entenderlo: Cuando veáis la abominación de la desolación, que predijo el profeta Daniel, erigida en el lugar santo —quien lea, entienda—…[2] La profecía está ahí, si acaso alguien logra comprenderla; aunque precisamente se da la circunstancia de que, hasta ahora, nadie ha conseguido saber a ciencia cierta en lo que consiste la abominación de la desolación sentándose en el lugar santo. Y sin embargo ha sido pronunciada para que los discípulos conozcan que, cuando se produzca tal circunstancia, es que ha llegado el momento del Final de la Historia de la Humanidad.
Vistas así las cosas, parece razonable pensar que el profeta no habla por hablar. Algo así como si lo hiciera a sabiendas de que su anuncio carecería de utilidad, en cuanto que no iba a ser entendido por nadie. Tratándose de cosas serias, como efectivamente es el caso, no es admisible tal consideración; y menos todavía al referirse a Jesucristo. Por eso es de suponer que está en la mente del profeta que sus palabras siempre serán entendidas por algunos; los cuales probablemente no pasarán de ser una ínfima minoría —tal vez los elegidos, o una parte de los elegidos—. Quienes, a su vez, tampoco seguramente serán creídos por nadie.
La Profecía de San Malaquías —no debe olvidarse su carácter de revelación privada— posee todas las apariencias de pertenecer a este último género. Todo parece indicar que los lemas que hablan de la persona y la obra de cada uno de los Papas —o de los acontecimientos de su entorno y de su época— están ahí, a fin de proporcionar una clave para quien logre desentrañar su significado.
Aquí no nos pronunciamos a su favor, como tampoco pretendemos rechazarlos. Aunque reconocemos, de todas formas, su carácter inquietante y misterioso. En cuanto que, en no pocos de ellos, después de haber sido examinados minuciosamente, se ha logrado establecer una clara concordancia entre el lema y su personaje correspondiente.
Todo lo cual tenido en cuenta, estudiaremos el correspondiente al Papa actual, Benedicto XVI. Cuyo lema reza precisamente así: De Gloria Olivæ, en lengua latina. De la Gloria del Olivo, en lengua vulgar.
Para formular inmediatamente la pregunta obligada: ¿Realmente es razonable creer que contiene algún significado, más o menos claro, cuyo sentido parezca convenir al actual Pontificado?
Por nuestra parte, nos sentimos inclinados a pensar que la respuesta es afirmativa. Existe una serie de circunstancias históricas que parecen convenir al lema profético.
Intentaremos examinarlo más detenidamente, aun dentro de la brevedad.
¿Es posible hallar alguna relación entre el Papa Benedicto XVI —o entre su Pontificado y momento histórico— y el lema De la Gloria del Olivo que le atribuye la Profecía?
Y la respuesta, como cualquiera puede comprender, no parece fácil. Y hasta no faltará quien se sienta impulsado a pensar que, en realidad, no existe ninguna.
Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que el género profético, como se ha dicho arriba, es por naturaleza ambiguo y arcano. Por lo que una respuesta afirmativa —caso de que exista alguna— no puede ser considerada como absolutamente segura. E incluso aunque alguien creyera efectivamente haberla encontrado, nunca podría pretender imponerla con carácter definitivo.
Es importante notar también que toda profecía, de ser auténtica, pertenece por naturaleza al orden de lo sobrenatural. Por lo que sería vano intentar desentrañarla mediante medios puramente naturales. Lo que no obsta para que algunos de ellos, como pueden ser el estudio y la investigación histórica realizados con seriedad, no solamente pueden ser considerados útiles para nuestro caso, sino incluso necesarios. Pero nunca enteramente suficientes. Y ni siquiera, por las razones anteriormente dichas, como los más importantes para el estudio que aquí se pretende llevar a cabo.
Además de lo cual, dado el orden sobrenatural en el que aquí nos movemos, también hace falta la oración.
Cosa esta última que restringe todavía más, no tanto el campo y las posibilidades de esta investigación, sino sus posibles resultados. Puesto que no todo el mundo practica la oración, ni tampoco es muy general la fe en su efectividad.
Y dado que esta Profecía —vamos a partir de la hipótesis de considerarla como tal— se refiere indirectamente a Jesucristo, y ya más directamente al outpost, o puesto avanzado de su Reino en la Tierra —la Iglesia—, parece lo más adecuado y lógico acudir a los Evangelios, con la esperanza de encontrar en ellos alguna clave que proporcione pistas a nuestra investigación.
Pero si se examina el lema con detenimiento, se observa en él la presencia de dos sustantivos. Que además, por estar incluidos en la misma frase, es evidente que debe existir una relación entre ambos.
Uno de ellos—Olivo—, parece realizar la función principal en la declaración (pues es a él es donde primeramente se dirige la atención); mientras que el segundo —Gloria—, realiza más bien un papel de calificación con respecto al primero. En definitiva, algo así como si el lema viniera a decir: el Olivo que resplandece en su Gloria.
Pero el único lugar donde se hace mención del Olivo en los Evangelios se refiere al transcendental episodio de la Agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos (Mt 26; Mc 14; Lc 22). Algunos hablan del Huerto o Jardín de Getsemaní, ubicado en la base del Monte de los Olivos. De todas formas no cabe duda de que el histórico acontecimiento al que nos referimos, decisivo para la Historia de toda la Humanidad, tuvo lugar en el Monte de los Olivos.
Los sucesos que allí se desarrollaron, a continuación de la Celebración de la Última Cena con los Discípulos y en la Noche de la víspera de la Pasión, son bien conocidos aunque nunca suficientemente profundizados. Intentaremos esbozar un resumen de los hechos para luego tratar de extraer consecuencias.
El Huerto de los Olivos representa el cenit, o punto culminante, del fracaso humano de Jesucristo. El lugar en el que, concentradas sobre su Persona las incontables miserias de toda la Humanidad, sufrió un paroxismo imposible de ser captado por el entendimiento humano, capaz de conducirle a tan profunda angustia como para provocar en Él un espontáneo derramamiento de sangre a través de los poros de su Cuerpo. Como lo atestiguan claramente los Evangelios.
El lugar que presenció tales angustias y sufrimientos, imposibles de ser descritos por el lenguaje de los hombres ni comprendidos por su entendimiento, es el mismo que presenció el —¿aparente?— triunfo definitivo del Mal sobre Dios. La escena inicial del filme de Mel Gibson La Pasión de Cristo lo refleja con aceptable seriedad, dentro de lo posible. Aquella histórica Noche, los Olivos del Huerto fueron testigos de lo que parecía señalar la Victoria Final de Satanás sobre el Hijo de Dios hecho Hombre. En este sentido, hablar de la Gloria del Olivo, no puede ser tomado de otra manera que respetuosamente seria.
¿El Triunfo Supremo del Mal frente al Bien y sobre el Plan Amoroso de Dios sobre los hombres? ¿La victoria de la Incredulidad ante la Fe? Al menos en aquella Noche, todo hubiera parecido indicar que sí. Por eso, lo que vamos a decir a continuación acerca del contorno histórico de un Pontificado, no va a resultar agradable para muchos y sí inquietante para todos.
Con respecto a los tremendos acontecimientos que tuvieron lugar en la Noche del Huerto de los Olivos, habíamos insinuado aunque sin darlo como seguro, que el Triunfo de Satanás sobre Jesucristo en aquellos cruciales momentos fue meramente aparente. Pero se trataba simplemente de un recurso literario con objeto de introducir el tema, puesto que, en realidad, la Victoria del Gran Enemigo sobre el Hijo de Dios hecho Hombre fue entonces absolutamente real.
Es cierto, sin embargo, que fue un Triunfo transitorio, por más que Satanás, envuelto en las redes de su propia Mentira, estaba convencido de que había sido definitivo. No descubrió su error —decisivo e incalificable error— hasta el momento en que Jesús exhaló en la Cruz su último aliento. Fue ahí donde, al fin y cuando ya no había remedio, Satanás se dio cuenta de la insondable profundidad de su equivocación (1 Cor 2:8). Resulta curioso comprobar que los mentirosos acaban siempre creyendo sus propias mentiras, según una regla que habría de cumplirse en grado sumo en el Padre de todas ellas; y de ahí que él mismo acabara siendo, a su vez, el Padre de todos los Engañados (Jn 8:44).
Pero el Triunfo del Gran Enemigo sobre Jesucristo en aquella terrible Noche no tuvo nada de aparente. Todo lo contrario, puesto que fue enteramente real. Una Victoria que ya había tenido su origen en tiempos demasiado remotos cuando, disfrazado de Serpiente, el Enemigo de Dios y del hombre consiguió engañar a los Primeros Padres de la Humanidad. Aunque ahora, por fin, después de milenios, lograba su consumación. La Noche del Huerto de los Olivos fue, por lo tanto, el momento de la Gloria de Satanás —la Gloria del Olivo, o la que tuvo lugar en el llamado Huerto de los Olivos— frente a lo que entonces se presentaba —y lo era— como el fracaso total de la Misión que había venido a realizar el Hijo del Hombre.
El horror de lo que supuso aquella Noche para Jesucristo jamás podrá ser comprendido en profundidad por los hombres. Porque, efectivamente, fue un horror saturado de realidad.
Como fue real la Angustia de Jesucristo: hasta la muerte, según sus propias palabras. Y lo mismo puede decirse del sudor de sangre; del abismo insondable de lo que hubieron de significar las Tentaciones a las que se vio sometido; de la Oscuridad indescriptible de la Noche de su Alma en la que Él —Inocente entre los inocentes— se vio cargado con las miserias y pecados de toda la Humanidad; de la congoja infinita de sentirse abandonado de su Padre, y hasta como calificado de culpable…
En aquella terrible Noche, de haber sido la Gloria a la que se vio encumbrado Satanás solamente aparente…, los horrores que destrozaron el Alma de Jesucristo hubieran sido también meramente aparentes. Es imposible desconocer la relación de lo uno con lo otro.
Es tan cierta esta doctrina como que Jesucristo —verdadero Hombre al fin— hubiera estado dispuesto a rechazar tales angustias: Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…
En la vida de todo hombre, y con mayor razón si es cristiano, ocurren momentos de terrible oscuridad, en los que se siente abandonado y donde todo parece perdido —las Noches del Espíritu, de las que hablaban los místicos—. En tales situaciones, la intensidad de la Fe no puede disipar el sentimiento del abandono por parte de Dios, del oscurecimiento hasta el paroxismo de la misma idea de Dios, del convencimiento de la inutilidad de la propia existencia y de la falta de sentido de todas las cosas…, o dicho en pocas palabras: del fracaso total.
Jesucristo —verdadero Hombre también, no lo olvidemos— vivió en aquella Noche tales sentimientos hasta un grado cuyo conocimiento nos sobrepasa a los humanos. Resulta interesante señalar que el Pueblo Cristiano, y hasta la misma Doctrina, han sido siempre víctimas de la tendencia a insistir más en la Naturaleza Divina de Jesucristo que en su Naturaleza Humana. Aunque parezca increíble, parece más fácil creer en sus milagros que en sus sufrimientos. Y sin embargo, no es precisamente a través de tales prodigios y hechos espectaculares, sino del dolor y de la sangre, como Jesucristo va a parecerse a nosotros y a hacerse uno de nosotros. Como decía la Carta a los Hebreos, sin derramamiento de sangre no hay remisión.[3]
¿Y qué relación guarda todo esto con el lema De la Gloria del Olivo, aplicado por la profecía de San Malaquías al momento histórico del Pontificado de Benedicto XVI?
Para quien así quiera verlo, tal relación no es difícil de comprender: un absoluto paralelismo que sobrepasa los límites de lo inquietante para cualquiera que, poseyendo buena voluntad, sea capaz de entender.
Pues nunca la Iglesia, a lo largo de toda su Historia, había sufrido una crisis tan profunda y peligrosa como la actual. Momento en el cual —pese a todos los falsarios y engañadores de la Propaganda del Sistema— hasta podría parecer que está a punto de desaparecer.[4] Incluso la gran crisis arriana (siglo IV), en modo alguno tuvo nada que ver con la totalidad de la Fe; o en todo caso, a lo más, con ciertos aspectos que afectaban a la recta doctrina (dogma, herejía). No así la crisis actual, en la que ya no se trata de tales o cuales aspectos de la Fe, sino de la existencia y sentido de la misma Fe. En la terrible Noche a que se está viendo sometida, la Iglesia tendría razones para dudar de su propia subsistencia (son muchos, incluso dentro de Ella misma, los que ya la dan por desaparecida), puesto que está viviendo momentos de Angustia como jamás los había experimentado. Otra nueva Noche del Huerto de los Olivos que se está traduciendo en otra Noche de Gloria para Satanás.
Dentro del terreno de la hipótesis en el que nos estamos moviendo, si damos por cierta la profecía de San Malaquías y tenemos en cuenta el lema De la Gloria del Olivo, aplicado al actual Pontificado de Benedicto XVI; y si, por otra parte, aceptamos la realidad de los incalificables horrores padecidos por Jesucristo en la Noche del Huerto de los Olivos… Horrores que se tradujeron entonces en un auténtico triunfo de Satanás, contemplados por él con pretendida Gloria a través de los árboles del Huerto —la Noche de la Gloria del Diablo ante los Olivos de Getsemaní—…, la aplicación de aquellos sucesos, como algo paralelo al momento actual de la Iglesia, parece enteramente plausible.
Jamás, a lo largo de toda su Historia, había sufrido la Iglesia una crisis tan grave como la actual. Tanto y de tan gran calibre, que bien se puede decir, sin exageración alguna y mal que pese a los pusilánimes y mentirosos, que parece muy capaz de hacerla desaparecer. Si bien, para los muchos católicos de buena voluntad que sufren confundidos, siempre queda el maravilloso consuelo de las palabras inconmovibles del Señor referidas a la Iglesia: Y las Puertas del Infierno no prevalecerán contra ella.
Durante mucho tiempo, en la etapa que siguió inmediatamente a la terminación del Concilio Vaticano II, se estuvo proclamando a los cuatro vientos un momento triunfalista de la Iglesia a todas luces exagerado, cuando no falso: La famosa Primavera de la Iglesia, o el Nuevo Pentecostés, pregonado en todas partes por el Papa Juan Pablo II, etc., etc. Después, a lo largo de los años y cuando la debacle se hizo demasiado patente, se optó por el silencio. Pero siempre sin reconocer jamás que la crisis se había originado, sobre todo, a partir de las torcidas interpretaciones del Concilio llevadas a cabo por Grupos interesados. Tampoco se reconoció nunca que los mismos Documentos Conciliares ya habían sido previamente manipulados al efecto, con el fin de hacerlos susceptibles de variadas formas de ser entendidos. Acerca de las cuales, los Elementos de Presión —neomodernistas— se encargaron sabiamente de conducir las aguas a su propio molino. Sin que les fuera puesto coto alguno.
El silencio sobre la realidad de la crisis duró demasiados años. Tantos como la falta de remedios para atajarla. Se multiplicaron espantosamente las deserciones, se permitió que quedaran sumergidos en la duda sobre la Fe a infinidad de católicos, se degradó la Jerarquía, se desprestigió el sacerdocio, se fueron suprimiendo paulatinamente los sacramentos, se difuminó la fe en la Presencia Real Eucarística a fin de ponerse al pairo con los protestantes, se cambió el Concepto de Iglesia y el de la Justificación, fue tomando carta de naturaleza el conciliarismo a costa de la Autoridad Papal, se manipularon y falsificaron las revelaciones de Fátima…, y un abundante etcétera.
Durante ese largo período se procuró entretener a los fieles católicos con multitud de actuaciones externas y abundancia de shows; los cuales cumplían bien su objetivo de distraer la atención acerca de los verdaderos problemas, de una parte, y de hacer creer con el mucho bullicio que había algo cuando en realidad no había nada de fondo, de otra. Se multiplicaron los viajes de la Jerarquía, los Encuentros multitudinarios de Juventud, las espectaculares y abundantes canonizaciones —casi todos los domingos— al aire libre y no libre, el acercamiento campechano del Papa al Pueblo…, al tiempo que se prodigaban nombramientos importantes para el Gobierno de la Iglesia entre personas de fe muy dudosa y conducta menos clara todavía, etc., etc.
Mientras tanto el pobre Pueblo Cristiano languidecía en su Fe…, e iba desertando. El esplendor de la Liturgia en la que antaño se tributaba culto a Dios iba siendo sustituido, paulatinamente pero sin pausa, por el bullicio de las guitarras, de la música rock, de los Festivales en los templos, el barullo de los carismas que el Espíritu prodigaba por doquier, entre los carismáticos y no carismáticos, pero soplando por todas partes —todo el mundo poseía el Espíritu—, hasta que la Iglesia vino a darse cuenta de que el culto a Dios había sido sustituido por el culto al hombre.
Al final los hechos se impusieron y aparecieron como reales. Eran demasiado patentes. Es ahora, en los momentos actuales, cuando importantes Jerarcas de la Iglesia comienzan a reconocer, aunque tímidamente y restando importancia a la cosa, la realidad de la crisis. Pero desgraciadamente sin aplicar remedios. Mientras tanto se sigue predicando. Mucha predicación, pero sin contenido y sin abordar jamás los verdaderos problemas: Es necesario que la Fe informe la vida de los cristianos… Los laicos han de ser conscientes de su vocación de tales… El ministerio sacerdotal es sumamente importante… La transcendencia de la mujer en la vida de la Iglesia… Claro que no se concreta cómo se ha desempeñar ese ministerio, o en qué consiste esa transcendencia, o no se señalan los peligrosos errores en la Fe y Moral proclamados incluso por Cardenales… Algún humorista ha llegado a decir —no se sabe si riendo o llorando— que la Iglesia actual ha puesto de moda la predicación sobre Pájaros y Flores, aludiendo sin duda a la falta de auténtica doctrina. Y así sucesivamente.
Claro que todo esto aún no alcanza al meollo de la crisis en la que está sumergida la Iglesia. La crisis —el peligro consiguiente— es mucho más honda y horrible de lo que aparece a simple vista. Es el momento de la auténtica Gloria de Satanás, la cual tuvo su adelanto y comienzo en el Huerto de los Olivos.
Un estudio serio y en profundidad, referente a la intensidad y al hondo significado de los horrores padecidos por Jesucristo en la Noche del Huerto de los Olivos, es cosa que se echa en falta a lo largo de la Historia de la Espiritualidad Cristiana. Los antiguos Devocionarios, dedicados a la Pasión del Señor, solían comenzar sus consideraciones a partir del momento del Prendimiento y el comienzo de los interrogatorios. En la película La Pasión de Cristo (hoy olvidada y al parecer intencionadamente desaparecida), Mel Gibson pone en boca de la Virgen, que acompañada de las otras Santas Mujeres contemplaban cómo Jesucristo era conducido ante Caifás, las siguientes palabras: Ha comenzado, Señor. Que así sea…
Pero la realidad, sin embargo, no fue exactamente así. Aunque es cierto que la Cristiandad se ha acostumbrado a ver los sucesos de la Noche del Huerto como un mero acontecimiento doloroso que marcaba el Prólogo a la Pasión del Señor. El hecho, no obstante, no tiene nada de extraño, si se tiene en cuenta que el ser humano es más proclive a considerar los sufrimientos del cuerpo como más patentes y tangibles (e incluso mayormente dolorosos) que los del alma. Pero la realidad, y más aún la de esta Historia, es muy diferente.
La verdadera eclosión de la Pasión del Señor, el momento de las angustias de muerte, además de los sentimientos del supremo fracaso de su Misión, de la horrible vergüenza de sentirse cargado con los pecados y miserias de toda la Humanidad, más la sensación de encontrarse sumido en la más espantosa de las soledades…, todos ellos sufridos por el Hombre Jesucristo, ya habían tenido lugar en el Huerto de los Olivos. Lo que vino a continuación no fue sino el desarrollo ostensible y físico de lo que, contenido en potencia primero y en espantosa intensidad, ya se había producido en acto. Las torturas físicas padecidas por Jesucristo en las horas que siguieron (flagelación, coronación de espinas, los mismos tormentos de la crucifixión…), si bien se considera, no difieren en nada de los mismos padecimientos que después habrían de sufrir infinidad de mártires que dieron su vida por la Fe. Luego hemos de considerar que no se encontraba ahí el núcleo principal del Misterio del Sufrimiento agónico hasta la muerte padecido por el Señor.
Tal Agonía de Muerte, con la consiguiente sensación de Derrota y Fracaso, junto al sentimiento de culpabilidad ante su Padre, fueron soportados a su vez ante la misma faz de Satanás. El mismo que, con su horrible mueca de Victoria y satisfacción, miraba convencido de la realidad de su Triunfo (era el momento de su Gloria, de la que fueron testigos, en la oscuridad y el silencio de aquella espantosa Noche, los Olivos del Huerto). Todo lo cual hubo de suponer para Jesucristo una Afrenta de intensidad y dolor verdaderamente letales, imposibles de ser imaginados por ningún ser humano.
Su soledad fue total, a pesar de que había buscado inútilmente consuelo. Sus más íntimos le habían abandonado para entregarse al sueño (Ni siquiera habéis podido velar una hora conmigo…).
Si admitimos la hipótesis con la que estamos trabajando —la Gloria del Olivo, aplicado como lema al Pontificado actual—, tal cosa nos autorizaría a trasponer aquella situación a los momentos actuales de la Iglesia (la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y Él su Cabeza). Con lo cual nos encontramos con una horrible e inquietante realidad: Jamás la Iglesia se ha encontrado más desprestigiada ante el Mundo, menos considerada y en mayor soledad que en los momentos actuales. La influencia que durante tantos siglos tuvo ante el Mundo ha desaparecido casi por completo. Y no solamente eso. Sino que su desprestigio ha alcanzado cotas que hasta hace cincuenta años nadie hubiera podido imaginar. Por supuesto que estas afirmaciones provocarán el escándalo de muchos y el desmentido de no pocos; lo que no es suficiente, por sí solo, para demostrar que no están fundadas en la realidad. La Palabra del Papa ya no significa nada (aunque, según algunos, también es digno de tener en cuenta que, de forma casi continuada, todo parece indicar que el mismo Pontífice evita afrontar los verdaderos problemas). Nunca su Persona había sido acusada, calumniada, despreciada y perseguida, del modo y manera como está ocurriendo en los momentos actuales. Hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos se atreve a acusar y condenar al Vaticano (un Estado independiente regido por un Pontífice religioso que es también Soberano en lo civil). Los teólogos más encumbrados, y hasta Arzobispos de prestigio y Cardenales, no encuentran inconveniente en enfrentarse al Papa y en criticarlo abiertamente, además de oponerse a sus decisiones (la Iglesia austriaca, por ejemplo, ha rechazado nombramientos episcopales emanados del Santo Padre, sin que nadie haya puesto objeción alguna a tal forma de conducta). La Iglesia Católica, otrora Maestra definidora del comportamiento y de las relaciones humanas en todo el Mundo, ha quedado reducida hoy prácticamente a la condición de otra ONG más.
En la Noche del Huerto, Jesucristo se sintió ante su Padre como enteramente fracasado. Y lo mismo ante la faz de Satanás, quien se vio a sí mismo convencido de la totalidad de su Victoria. La derrota del Hijo del Hombre era también, desde aquel momento, la derrota de su Iglesia que algún día habría de tener lugar. Según la profecía de San Malaquías, en nuestro tiempo precisamente.
Es de notar, sin embargo, un punto importante que marca una decisiva diferencia. Jesucristo, a través de su Humanidad, juntamente con su Divinidad y formando ambas un todo (aunque sin mezclarse) en su única Persona Divina, mediante el Misterio de la Unión Hipostática, fue en todo momento, y pese a todo, el Inocente entre los Inocentes. Los pecados y delitos con los que quiso cargar y hacerlos suyos, nunca fueron, en realidad, cometidos por Él. Lo cual no obsta para que su Fracaso fuera enteramente real, puesto que, de otro modo, su absoluta Victoria y definitivo Triunfo tampoco hubieran sido reales. La Iglesia, sin embargo, que es su Cuerpo Místico (Él es la Cabeza), está formada por hombres que son realmente pecadores y absolutamente culpables. No han cargado con delitos ajenos, sino que son ellos mismos quienes los han cometido. Por eso se dice con razón que la Iglesia es Santa y Pecadora a la vez. Ya desde bien antiguo, en una expresión que los Padres hicieron suya, fue conocida como la Casta
De ahí que pueda decirse, con toda verdad, que la crisis actual es enteramente imputable a los hombres que forman parte de Ella. Ahora ya no se trata de un Fracaso Asumido, sino de un Fracaso Personal y Culpable. La Deserción (también podría hablarse de Apostasía) del Mundo Católico ha alcanzado tal profundidad y gravedad, como para producir escalofríos la mera mención del problema. De hecho hemos venido trazando la profundidad de la crisis en sus aspectos más visibles y asequibles a los fieles de a pie, aunque existen todavía en ella dos lugares de extrema gravedad y de profunda iniquidad en los que ha incidido el Catolicismo de hoy. Ambos suponen el punto más elevado, grave y detonante de la crisis actual. Tanto así como para dar lugar a pensar que es imposible que Dios vaya a dejar de intervenir, ante el momento actual, con la fuerza de su Justicia.
Y llegados a este punto es necesario advertir que, aun en contra de nuestros deseos, conviene introducir un a modo de paréntesis en esta extraordinaria historia —más fantástica que una narración dantesca y más difícil de captar, en todo su hondo significado, que cualquier construcción de la imaginación humana—. Una interrupción necesaria, tanto por las necesidades de clarificación y el mejor entendimiento de la cuestión, como para permitir la aportación de algunos detalles que faciliten al lector la mejor comprensión de lo que aquí se dice.
Ya hemos dicho repetidamente, en esta explanación de la Profecía de San Malaquías que estamos llevando a cabo, que el lema correspondiente al Pontificado que está viviendo la Iglesia en el momento actual, cual es el de Benedicto XVI, es el De la Gloria del Olivo. Tal lema ocupa el penúltimo lugar en la lista, puesto que la Profecía señala como el último de todos, perteneciente al Pontificado que tendrá lugar en los momentos finales de la Historia, a un cierto Petrus Romanus(Pedro Romano). Personaje misterioso este último, acerca del cual los comentaristas han imaginado multitud de elucubraciones a lo largo de los siglos. Aunque lo que queda bien claro en la Profecía es que el Papa a quien corresponde tal lema coincidirá con el final de la Historia de la Iglesia y de toda la Humanidad, a la que habrá llegado el momento de ser juzgada por el Supremo Juez en su Segunda y Definitiva Venida.
El nombre de Pedro Romano aparece rodeado del más profundo misterio, dentro del contenido de una Profecía que, en la hipótesis de que se quiera admitir como cierta, ya es de suyo suficientemente enigmática. Es curioso anotar que, a lo largo de la Historia de la Iglesia, ningún Papa ha querido atribuirse el nombre de Pedro; sin duda alguna por respeto y devoción a San Pedro, Príncipe de los Apóstoles y Primer Papa de la Institución de Salvación fundada por Jesucristo. El hecho pertenece a la Historia, y escapa, por lo tanto, a cualquier tipo de especulación. Tal nombre —el de Pedro— ha quedado reservado, prácticamente según la Profecía, al Papa que cerrará la Historia y que coincidirá con la Segunda y Definitiva Venida del Supremo Juez.
Ahora bien, tal como ocurre en toda profecía y aún más con respecto a ésta, nadie sabe lo que significa ni a lo que responderá exactamente ese nombre de Pedro; así como tampoco a lo que se refiere esa pretendida Romanidad. Según algunos comentaristas, tal apelativo es aquí puramente genérico, e incluso añaden que el lapso de tiempo entre el Papa señalado como penúltimo —De la Gloria del Olivo— y el establecido como el último de todos —Petrus Romanus— es indefinido; lo que significaría que entre uno y otro aún podrían reinar otros Papas no nombrados explícitamente en la Profecía de San Malaquías. Una hipótesis, sin embargo, que parece estar desmentida por la misma Profecía, según lo que vamos a ver enseguida.
Por si todo esto fuera poco, y como algo capaz de aumentar todavía más el misterio, aún queda un importante punto por añadir. En realidad la Profecía no termina definitivamente con la enumeración de los 112 lemas; puesto que, al final de todos ellos, el texto añade una especie de postdata tan inquietante como enigmática. La cual dice exactamente así:
In prosecutione extrema S.R.E. (Sanctæ Romanæ Ecclesiæ) sedebit Petrus Romanus, qui pascet oves in multis tribulationibus, quibus transactis, civitas septicollis diruetur. Et Judex tremendus iudicabit populum suum. Finis.
Lo que traducido del latín significa lo siguiente: Durante la persecución final que sufrirá la Santa Iglesia Romana, reinará Pedro Romano, que apacentará sus ovejas entre multitud de tribulaciones; transcurridas las cuales, la Ciudad de la Siete Colinas [Roma] será destruida. Y el Juez terrible juzgará a su pueblo. Fin.
Y aún no hemos llegado al final de la serie de incógnitas que plantea el texto supuestamente profético. Porque nadie se pone de acuerdo acerca de si, en aquellos terribles momentos, el Pastor que apacentará lo que aún reste del Rebaño de Jesucristo, se refiere al Papa señalado como Pedro Romano o al que corresponde el lema De la Gloria del Olivo(Benedicto XVI). Acerca de lo cual, también es necesario reconocer que, incluso en este punto, la Profecía es bastante ambigua.
Por lo que a nosotros se refiere —y continuamos siempre dentro del terreno de los comentarios y de las hipótesis—, nos inclinamos a pensar que el susodicho Pastor es indudablemente Pedro Romano. Existen argumentos que fundamentan esta afirmación, la cual no dejará de parecer chocante para algunos. Trataremos de decir algo al respecto, aunque no sin hacer antes una observación importante.
Como cualquiera puede suponer, todo este problema ha dado lugar a multitud de especulaciones acerca del momento del Fin del Mundo y de lo que la Teología conoce con el nombre de Parusía, o Segunda Venida de Nuestro Señor. Nosotros no nos pronunciamos sobre ese tema, por lo que no vamos a decantarnos en favor de su proximidad, así como tampoco de su lejanía en el tiempo. Nos apoyamos para ello, como principal razón, en que el momento exacto de tan trascendental Acontecimiento se lo ha reservado Dios para Sí mismo, según Palabras del mismo Jesucristo, y en modo alguno ha querido revelarlo (Mt 24:36; Hech 1:7). Por otra parte, nuestro Estudio no se refiere a dicho punto en concreto, y de ahí que no pretenda resolverlo. El presente trabajo trata meramente de desarrollar un comentario referente al lema profético De la Gloria del Olivo; acerca del cual, insistimos, cualquiera puede sentirse libre para aceptarlo o para rechazarlo.
Hemos afirmado más arriba que el texto profético que señala al Pastor que conducirá al diezmado Rebaño de Jesucristo durante la última Gran Persecución, se refiere a Pedro Romano, y no a Benedicto XVI. La razón principal, en la que pretendemos apoyarnos, no es otra sino la de que no parece que el Papa actualmente reinante reúna las condiciones suficientes para atribuirle tan encomiástico título. Afirmación cuyo lugar para ser desarrollada sería el de un ensayo histórico–teológico, y no en un artículo como es éste, cuyo carácter, al fin y al cabo, es predominantemente piadoso.
En cuanto a lo del diezmado Rebaño de Jesucristo, tal como habrá quedado de reducido en aquellos terribles momentos, recordemos las palabras de San Pablo, en las que habla de la Gran Apostasía que tendrá lugar en los Últimos Tiempos (2 Te 2:3); así como también las del mismo Jesucristo: Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿acaso encontrará Fe sobre la Tierra?[5]
Y volviendo ya a nuestro tema, habíamos dicho que la Iglesia actual es ante Dios la Gran Derrotada. La Gran Culpable de una Apostasía de la que habrá de dar cuentas ante la Justicia del Terrible Juez. A propósito de lo cual, habíamos aludido a dos faltas especialmente graves, las cuales parecen haber sido las que principalmente han precipitado sobre Ella la ruina de la crisis actual. Con respecto a la cual, sólo resta como consolación para los fieles la promesa de Jesucristo que les otorga la seguridad de su superación: Y las Puertas del Infierno no prevalecerán…
Hemos de advertir, antes de seguir adelante, que nos hemos visto obligados a reflexionar sobre la conveniencia de continuar y de culminar un Estudio que, al fin y al cabo, está basado en meras especulaciones (lo que no obsta a la absoluta verdad de los fundamentos en los que se apoya). Hemos interpretado el lema correspondiente de San Malaquías como una alusión, en forma profética, a la crisis que sufre la Iglesia actual. Cosa que hemos procurado hacer sucintamente y sin acudir de manera expresa al apoyo de referencias bibliográficas, dado que no hemos pretendido dar a este Estudio el carácter de un Ensayo prolijo. Aunque existe, sin embargo, una abundantísima Documentación enteramente fiable, la cual puede servir como prueba de lo que aquí se afirma. Por lo que no habría inconveniente alguno en ponerla al alcance de quien quisiera asegurarse de la veracidad de las opiniones vertidas aquí.
Hemos repetido insistentemente que, a nuestro modesto parecer, la crisis a la que se alude es la más grave y peligrosa que ha padecido la Iglesia a lo largo de toda su Historia.
También hemos intentado mostrar que la terrible situación actual, por la que atraviesa la Iglesia, no es sino la consecuencia de los pecados de los cristianos (si bien es verdad que aquí la referencia apunta principalmente a los católicos, que somos quienes integramos la Única y Verdadera Iglesia), concretados en una tremenda y general Apostasía de la que no es ajena la misma Jerarquía Eclesiástica.
La Apostasía, que supone un consciente y voluntario abandono de la Fe, es quizá la más grave traición que los miembros de la Iglesia pueden cometer. Aquí se han enumerado brevemente y de manera superficial las diversas formas bajo las que se manifestado, con las consiguientes graves faltas que los católicos hemos cargado sobre nuestras espaldas. Aunque deliberadamente se han reservado las dos más importantes (al menos según nuestra opinión) para su exposición final.
La situación es tan grave que ha terminado por culminar en esos dos hechos, cuya extraordinaria delicadeza y transcendental repercusión son innegables. De ahí que haya pasado por nuestra mente la idea de abandonar el tema. Pues también es necesario tener en cuenta el posible escándalo de los débiles en la Fe, dado que una inmensa mayoría de los fieles ignoran la gravedad del momento en el que viven; pero sin que por eso vayan a dejar de sufrir sus consecuencias. Y de ahí que muchos hayan optado libremente por abandonar su Catolicismo, mientras que otros —aún más numerosos— han dejado de ser católicos sin saberlo.
El problema cabría plantearlo así: Cuando el Mal hace estragos y se extiende libremente sin encontrar apenas oposición, dando lugar a que multitud de gentes sean engañadas y a que se ponga en juego la salvación de sus almas; cuando el Gran Enemigo de la Fe está consiguiendo cambiar el concepto y la configuración de la Iglesia —mantenidos incólumes durante veinte siglos—, además de privar de sentido a la Redención operada por Jesucristo, a difuminar el ámbito de lo sobrenatural, a operar una transformación en la que el culto a Dios es sustituido por el culto al hombre, provocando la deserción de tantos católicos en número de cientos de millares…, por hacer una breve enumeración. Así las cosas, ¿aún se puede pensar en la conveniencia de guardar silencio, sin advertir acerca del peligro, para quien todavía quiera liberarse del poder de la Mentira y no poner en juego la propia salvación? ¿Acaso no es incluso un deber denunciarlo?
Y llegados a este punto, es hora ya de empezar a exponer la primera de esas dos situaciones, reservando la más grave y aterradora para la parte final de este Estudio. Advirtiendo, sin embargo, que habremos de hacerlo de manera sucinta y resumida.
Como sabe cualquier católico, las fuentes de la Revelación son únicamente dos: la Sagrada Escritura y la Tradición Apostólica. La Iglesia no ha reconocido nunca la interpretación subjetiva individual de tales fuentes (que es en lo que consiste la herejía de Lutero, al preconizar la libre y personal interpretación de la Biblia y rechazar por completo la Tradición). Es la Iglesia como tal, y solamente Ella a través de su Jerarquía, la que goza de la asistencia del Espíritu Santo al objeto de interpretar con total garantía los datos de la Revelación. La Revelación escrita (Sagrada Escritura) quedó definitivamente cerrada con la muerte del último Apóstol. La Tradición Apostólica procede de los Apóstoles, y transmite lo que éstos recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesucristo, además de lo que aprendieron del Espíritu Santo.
Dado que, como hemos dicho, no existe en la Iglesia la posibilidad de la interpretación individual de la Revelación, la única a quien corresponde garantizar la seguridad y veracidad de los datos revelados y la encargada de su custodia, es la propia Iglesia. Cuya infalibilidad en este sentido está garantizada por la asistencia del Espíritu Santo, a través del auténtico y legítimo Magisterio. El cual ha ido profundizando en la Doctrina revelada a través de los siglos, aunque manteniendo siempre la inmutabilidad del dato, puesto que no puede el hombre añadir ni quitar nada a las palabras reveladas por Dios. Pero ahondar en el estudio del dato revelado no significa añadir, ni quitar, ni cambiar nada de él.
De ahí la importancia fundamental y transcendental del Magisterio Eclesiástico. El cual, asistido por el Espíritu, se ha mantenido incólume e inmutable a través de veinte siglos. Lo que lo constituye como la única garantía que posee el cristiano de que lo enseñado por la Iglesia es exactamente el contenido fiel de la auténtica Revelación.
La consecuencia se deduce por sí misma: Si el Magisterio vacilara o quedara desautorizado (mediante cambios, adiciones o sustracciones, o puesto en duda en todo o en parte), ya no podría existir seguridad alguna de que la Iglesia sigue enseñando la auténtica Doctrina de Jesucristo. Con lo que todo el edificio de la Iglesia se vendría abajo, a la vez que dejaría de gozar de la nota de seguridad el entero contenido de la Fe.
Es el caso que, durante veinte siglos, el Magisterio había permanecido intacto e inmutable, como no podía ser de otra manera. Los católicos se han mantenido en perfecta unidad, gozando de unanimidad y seguridad en cuanto al contenido su Fe (salvo las herejías, las cuales, por el hecho de serlo, quedaban separadas de la Iglesia).
Hemos dicho durante veinte siglos. Sin embargo, a partir de la celebración del Concilio Vaticano II, un poderoso Movimiento dentro de la Iglesia ha intentado torpedear al Magisterio. Y con gran éxito, al parecer. De ahí lo tremendo de la situación actual, en la que grandes masas de católicos ya no saben dónde acogerse, ni en qué consiste con exactitud el contenido de su Fe.
La Teología neomodernista de los tiempos del Concilio y posteriores ha puesto en duda el valor del Magisterio anterior al Concilio. Y hasta algunos elevados miembros de la Jerarquía Eclesiástica, apoyándose en el mismo Concilio, han atacado el Magisterio de los Papas que lo han precedido. Por otro lado, la ambigüedad de algunos textos conciliares ha dado lugar a suscitar dudas sobre verdades fundamentales de la Fe, así como a ser interpretados como cambios con respecto al Magisterio anterior.
Las dudas que la Teología neomodernista ha hecho surgir con respecto al Magisterio anterior al Concilio, atacándolo al parecer desde el mismo Magisterio posterior y despojando, por lo tanto, de su credibilidad tanto a uno como a otro, son las que han provocado el presente momento de confusión y de oscuridad en el seno de la Iglesia. Es justamente el arma que necesitaba la Nueva Religión de la Nueva Edad para destruirla.
Tales ataques de la Teología neomodernista contra el Magisterio anterior al Concilio Vaticano II han ido dirigidos con frecuencia, aunque no de forma exclusiva, contra el Concilio de Trento; y han tratado de fundamentarse, como era de esperar, en el mismo Concilio Vaticano II. Sin darse cuenta, tal vez, de que las consecuencias podrían ser demoledoras para la Iglesia.
Si un Concilio previo puede ser atacado por otro posterior, por la misma razón y según las reglas de la Lógica, el segundo puede ser también desautorizado desde el primero. Una vez admitido que un Concilio es capaz de poner en entredicho las Doctrinas proclamadas por otro, es evidente que el valor y credibilidad de todos los Concilios se destruyen por sí mismos y caen por su propio peso.
Si se alega, como viene haciendo la Teología neomodernista, apuntando sobre todo al Concilio de Trento, que las Doctrinas promulgadas en un Concilio solamente son válidas para su época y según las categorías de pensamiento propias de su tiempo, es evidente que, según eso, exactamente lo mismo podrá ser dicho de cualquier Concilio: ¿Quién sería capaz de garantizar que los Documentos del Concilio Vaticano II no serán rechazados por una Teología posterior, bajo el pretexto de que habrán de ser interpretados según las categorías de pensamiento actuales, y reconocidos como válidos, por lo tanto, sólo para nuestra época?[6]
Pero si el ataque, además, se hubiera llevado a cabo conscientemente, es indudable que alguien podría afirmar entonces, con toda seguridad, que la destrucción del Magisterio sería un objetivo que se habría buscado a propósito.
En el supuesto de que tal intento tuviera éxito —cosa impensable, dada la promesa de Jesucristo acerca de que las Puertas del Infierno no prevalecerán contra la Iglesia—, una vez desaparecido el Magisterio o desautorizado por completo, los católicos carecerían de todo fundamento firme con respecto a su Fe. Desde el momento en que cualquier verdad de la Fe fuera capaz de ser cuestionada, sin nadie ni cosa alguna que la pudieran garantizar ni asegurar, todo equivaldría a la imposibilidad de creer en nada transcendente y sobrenatural. Dicho sencillamente, estaríamos ya ante el puro ateísmo.
La Iglesia parece encontrarse en ese momento. O tal vez a punto de entrar en él. Nunca Satanás había visto, como ahora, tan cercano y tan completo el momento de su Victoria. Y nunca la Iglesia se había visto tan cercenada y semiderruida como en el momento actual. Al igual de lo sucedido aquella Noche a Jesucristo entre los Olivos del Huerto.
Aunque se haya procurado que el hecho no revista forma de ataque, sino de profundización, o de la mejor manera de adaptar la verdad revelada al lenguaje actual de los hombres, la diversidad y hasta la contradicción entre declaraciones magisteriales, antes y después del Concilio, incluso en referencia a verdades fundamentales, es un hecho tan patente que nadie puede negar.
El Cardenal Ratzinger (hoy Benedicto XVI), cuando era perito en el Concilio, hizo notar durante el mismo, a propósito de la colegialidad de los Obispos, que en la Doctrina de la Iglesia se había producido una fractura con respecto a la enseñanza sostenida en la Iglesia primitiva, o de los Padres. Según el Cardenal, el responsable de tal fractura había sido Santo Tomás de Aquino (y con él, toda la Teología Escolástica o Medieval). El Concilio Vaticano II, según él, vino a reparar esa brecha; la cual se habría sostenido en la Iglesia por espacio de siete siglos.
Ya como Papa, Benedicto XVI ha negado que el Concilio Vaticano II haya llevado a cabo algún tipo de ruptura con respecto a la Tradición, o Iglesia primitiva. Aseveración que, en relación con la anterior, sería deseable que fuera acompañada de una aclaración por parte del Santo Padre. Y en efecto, sería importante saber si tal conexión nunca rota entre la Tradición y la Iglesia primitiva, llevada a cabo por el Concilio Vaticano II y confirmada por el Papa, comprende y abarca también esos siete siglos de Teología Medieval o si, por el contrario, cabría mantener un enorme hueco o vacío en el tiempo que sería necesario saltar.
También resulta difícil de explicar que el Magisterio Eclesiástico haya podido errar, y en cuestiones fundamentales, durante tantos siglos; sin la asistencia, por lo tanto, del Espíritu Santo.
Es igualmente conocido que el Cardenal Ratzinger (nunca desmentido por Benedicto XVI), sostuvo públicamente que la Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, es un auténtico Documento “contra–Syllabus” (el Syllabus fue publicado al mismo tiempo de la Encíclica Quanta Cura, de Pío IX).
Si se tiene en cuenta que el Syllabus, junto con la Encíclica Pascendi de San Pío X, son los Documentos que condenaron solemnemente el Modernismo y pretendieron acabar de raíz con dicha herejía, es indudable que el problema de la aparente discrepancia de Magisterios queda claramente planteado.
Y aún se agrava más si se tiene en cuenta que algunas declaraciones de los Documentos Conciliares (del Vaticano II) se refieren a verdades fundamentales de la Fe Católica, en un evidente desacuerdo capaz de producir preocupación. Como sucede con el concepto de Iglesia, por ejemplo.
La Iglesia ha sostenido durante veinte siglos, sin la menor vacilación, que Jesucristo fundó una sola Iglesia, la cual es precisamente la Católica: Credo…in Unam Sanctam Catholicam et Apostolicam Ecclesiam. El último Documento Magisterial al respecto, anterior al Concilio Vaticano II, es la Encíclica de Pío XII Mystici Corporis (1943), en la que el Papa dice expresamente, después de insistir en que la Iglesia es un Cuerpo y es Única, que la Iglesia de Cristo “es” la Iglesia de Roma.
Sin embargo, el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, Capítulo I, n. 8, b) introduce el importante cambio de sustituir el verbo es por la expresión subsiste en. Según lo cual La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica. Lo que indudablemente la priva de su condición de Única, dando entrada así a las otras religiones a las que repetidamente se las reconoce también como válidos instrumentos de salvación.
Que no se trata de una interpretación arbitraria por nuestra parte lo prueba el hecho de los Encuentros de Asís, en los que se concedió paridad a todas las religiones, incluidas las de aquéllos que no profesan culto a Dios alguno. En los altares de la Patria del Serafín de Asís fueron entronizados por igual los cultos cristianos, judíos, musulmanes, brahmanistas, hinduistas; y hasta las prácticas de los brujos africanos y la magia negra de los vudús.
Queda disipada cualquier duda cuando se considera que en las Encíclicas del Papa Juan Pablo II (especialmente las tres primeras, por él llamadas Trinitarias), se reconoce el legítimo valor de salvación de todas las religiones. Un Magisterio que, en último término, vino a acabar definitivamente con la actividad misionera de la Iglesia, puesto que las Encíclicas de Juan Pablo II también defienden la teoría del cristianismo anónimo y de la salvación universal de todos los hombres, sin excepción.
Por su parte, el Papa Pío XII (en su Encíclica Humani Generis, 1950) condenó expresamente la teoría de Henri de Lubac, según la cual la gracia es debida a la naturaleza humana, así como las doctrinas de la evolución creadora de Teilhard de Chardin. Los cuales personajes fueron rehabilitados después por los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II (de Lubac fue elevado a la categoría de Cardenal).
El carácter de este Escrito no hace aconsejable añadir aquí más testimonios acerca del tema. Tarea cuya exposición completa requeriría varios extensos volúmenes y para la que existe bibliografía. Hemos aportado unos pocos, a modo de ejemplo, que sin embargo proporcionan suficientes elementos de juicio para pensar en la posibilidad de una ruptura, referida en este caso a los Magisterios anteriores y posteriores al Concilio Vaticano II.
Una vez puestos en duda, prácticamente, todos los dogmas de la Fe y debilitado el valor del Magisterio, no es demasiado extraño que, mientras que muchos católicos han desertado de su Religión, otros hayan abandonado toda práctica religiosa.
Y aun entre muchos de los que han permanecido fieles reina el abatimiento y la confusión. La unidad y la firmeza de la Fe de los católicos, que habían permanecido intactas durante centurias, parecen haberse desvanecido. Tiempos de desolación, muy apropiados para recordar las palabras con las que el Evangelio de San Mateo describe ciertos sentimientos de Jesucristo: Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor.[7]
Todos los hombres hemos de soportar una vida de trabajos en este valle de lágrimas. Si bien particularmente los cristianos afrontamos el sufrimiento de un modo especial, llamados como estamos a compartir la muerte de Jesucristo. De ahí que nuestras penas y angustias se conviertan finalmente en alegría, desde el momento en que están siempre envueltas en la Esperanza y en la certeza de que nos hemos de reunir con Jesucristo en la Casa del Padre.
Triste cosa sería, por lo tanto, que nos viéramos privados de ese consuelo de una vida eterna, por la que siempre habíamos suspirado, en la manera y forma como se nos había prometido.
En una de sus recientes homilías, Su Santidad el Papa Benedicto XVI ha proclamado que cuando hablamos del cielo no aludimos a un lugar determinado: no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o algo parecido. Y continúa el Papa diciendo que con ese término queremos afirmar que Dios tiene un lugar para nosotros. Para explicar lo cual se vale del recuerdo cariñoso que de un fallecido conservan en el corazón sus seres queridos: Podemos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa persona; aunque es como una “sombra”, porque también esta supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Añade a continuación que, como Dios no pasa nunca…todos nosotros existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra “sombra”. Aclara su explicación diciendo que en Dios, en su pensamiento y en su amor, no sobrevive sólo una “sombra” de nosotros mismos, sino que en Él, en su amor creador, somos guardados e introducidos, con toda nuestra vida, con todo nuestro ser en la eternidad.
En suma, que según el Santo Padre, la vida eterna consistirá en que viviremos en Dios. En su corazón y en su amor.
Aunque, a decir verdad, lo que se dice vivir en Él, en su pensamiento y en su Amor, en realidad ya lo estamos; según proclamaba San Pablo en su Discurso ante el Areópago de Atenas (Hech 17:28). Y hasta podríamos decir que en la mente de Dios estábamos ya también desde toda la eternidad; sin que tal cosa nos autorice a pensar, en modo alguno, en la tremenda falsedad de que ya existíamos desde siempre.[8]
Tal vez las palabras del Papa puedan ser entendidas en un sentido correcto. Si bien también hubiera sido deseable la exclusión de algunas ambigüedades, además de la necesidad de haber añadido ciertas aclaraciones.
Parece más acertado decir que en la vida eterna viviremos con Dios, mejor aún que vivir en Dios. Pues allí es donde, por fin, tendrá lugar la plenitud de la relación amorosa Dios–hombre, o el Amor perfecto al que siempre había aspirado nuestro corazón. Un Amor que, no obstante, sólo puede darse en una completa y total distinción de personas, como característica que es esencial en todo Amor; el cual exige siempre la absoluta reciprocidad y entera distinción de las personas que se aman (sean divinas o humanas). Otra cosa podría inducir a alguien a pensar en la posibilidad de caer de lleno en el panteísmo.
Por lo demás, es absolutamente cierto que el término lugar no puede ser entendido, cuando se refiere a la vida eterna, en el mismo sentido que se le atribuye en ésta. Pero de todos modos habrá de tener un significado real. ¿Dónde, si no, se encuentran ahora los cuerpos humanos de Jesucristo y de la Virgen María? Por otra parte, la resurrección de los cuerpos es un dogma de Fe; y su situación en la vida eterna no se puede reducir a la condición de un mero estado o de un recuerdo en la mente de alguien (aunque ese alguien sea Dios). A este respecto, quizá sea conveniente recordar lo que dice el Concilio XVI de Toledo (año 693), en el art. 35:
Dándonos ejemplo [Jesucristo] a nosotros con su resurrección que así como Él vivificándonos, después de dos días al tercer día resucitó vivo de entre los muertos, así nosotros también al fin de este siglo creamos que debemos resucitar en todas partes, no con figura aérea, o entre sombras de una visión fantástica, como afirmaba la opinión condenable de algunos, sino en la sustancia de la verdadera carne, en la cual ahora somos y vivimos, y en la hora del juicio presentándonos delante de Cristo y de sus santos ángeles, cada uno dará cuenta de lo propio de su cuerpo…[9]
Ni podemos olvidar tampoco las palabras del mismo Jesucristo: En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estéis también vosotros.[10] Así pues, ¿qué querría decir el Maestro con dichas palabras…?
Es natural, por lo tanto, que los católicos, que hemos sido llamados a vivir en una época de tantas vicisitudes y contradicciones, deseemos vivir en paz según la Doctrina en la que fuimos bautizados y conforme al Evangelio que la Iglesia nos había enseñado desde siempre; sin más cambios ni novedades. Pues, …no es que haya otro, sino que hay algunos que os inquietan y quieren cambiar el Evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciásemos un Evangelio diferente del que os hemos predicado ¡sea anatema![11]
La Palabra de Dios revelada no es lo mismo que el Magisterio Eclesiástico. El cual depende de la primera. Pero en la Iglesia no existe la interpretación individual y subjetiva de la Revelación, sino que ésta depende en todo del Magisterio Eclesiástico. Único a su vez que, asistido por el Espíritu Santo, puede garantizar la verdad del correcto entendimiento de la Palabra de Dios. De donde se desprende que, desaparecido el Magisterio de la Iglesia, se derrumbaría por completo todo tipo de seguridad en cuanto a la inteligibilidad de lo revelado por Dios al hombre. Cualquier cambio o modificación en el contenido del Magisterio (que forma un Cuerpo cerrado y granítico desde hace veinte siglos) redundaría, sin duda alguna, en la recta comprensión del contenido de la Revelación. La cual quedaría sometida a toda clase de manejos; o bien en cuanto a la admisión de textos apócrifos o falsos, o bien en forma de cambios, añadidos o sustracciones a la misma. Por lo que vamos a concluir el tema con un texto que se halla contenido casi al cierre del Libro Sagrado del Apocalipsis:
Yo doy testimonio a todo el que oiga las palabras proféticas de este libro. Si alguien añade algo a ellas, Dios enviará sobre él las plagas descritas en este libro. Y si alguien quita alguna de las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el árbol de la vida y en la ciudad santa que se han descrito en este libro.[12]
Sólo resta aludir a la última y más grave determinación llevada a cabo por el moderno Catolicismo: la práctica supresión de la idea del Sacrificio Redentor llevado a cabo, por voluntad de Jesucristo, en la Santa Misa. Por lo que es de temer que la ira del Cielo se abata sobre la misma Iglesia, como de hecho parece que ya está sucediendo.
Para entender lo cual, y como acotamiento histórico, conviene recordar que la Nueva Misa, promulgada en 1969 como el Rito Ordinario de la Iglesia Católica por el Papa Pablo VI, fue elaborada por una Comisión especial, nombrada al efecto, que estaba compuesta por seis expertos protestantes y tres católicos. De estos tres últimos, el Presidente de la Comisión fue el Arzobispo Bugnini. El cual, al descubrirse sin sombra alguna de duda su afiliación a la Masonería, fue desterrado fuera de Roma por el Papa (enviado como Nuncio a Irán). Pero su trabajo, que había sido llevado a cabo con la colaboración y a satisfacción de los expertos protestantes, no fue modificado en absoluto. De ahí que la considerada hasta entonces como perenne y venerada Misa latina de la Iglesia, fue prácticamente eliminada, al mismo tiempo que un montón de siglos quedaban atrás y sumergidos en el olvido. A lo largo de la Historia de los Hombres existen hechos, fuera y también dentro de la Iglesia, que hablan por sí solos.
Entre los Olivos del Huerto, durante aquella tremenda Noche y ante la inminencia de la Pasión y de la Cruz, el Demonio estaba convencido de la totalidad de su Victoria. Sólo cuando Jesús exhaló el último aliento, el Ángel del Mal comprendió su tremendo error. Fue ahí donde apareció con claridad que la Muerte en la Cruz del Hijo de Dios había sido la gran baza que Dios se había reservado y por la que el Maligno era vencido definitivamente. Así es como ambos momentos, el de la supuesta Victoria de Satanás y el de su verdadera Derrota, aparecen claramente en el principio y final de la película de Mel Gibson La Pasión de Cristo.
Pero, a partir de ese instante, el Diablo ya supo a lo que atenerse. Si la clave estaba en el Sacrificio de la Cruz, he ahí entonces lo que había que suprimir a toda costa. Así fue como se impuso la difícil tarea de eliminar el Misterio de la Redención —la idea de la Muerte Sacrificial de Cristo en la Cruz— de la mente y del corazón de los cristianos. Cosa que no consiguió durante veinte siglos…, hasta que el Modernismo, al que ya se creía desaparecido, revivió en forma de Neomodernismo en el seno de la Iglesia desde el momento del Concilio Vaticano II.
Fue entonces cuando lo que parecía imposible sucedió efectivamente. El concepto de la Misa como renovación del Sacrificio de Cristo —no una repetición, pero sí un hacerse presente aquí y ahora en toda su realidad la Muerte del Señor— se difumina hasta casi desaparecer, a fin de ser sustituido, a su vez, por la idea prevalente y casi única de la Misa como comida de solidaridad o fraternidad.
Toda idea de sacrificio expiatorio quedaba olvidada en el desván de los conceptos obsoletos, como algo propio y perteneciente a tiempos y culturas primitivos. El hombre ya no tiene que pensar tanto en participar en la Muerte de Alguien como en vivir en comunión y alegría con sus semejantes, dentro de un Mundo que se basta a sí mismo y que reconoce como único valor a su alcance al mismo Hombre. El culto a Dios cede su paso al culto al Hombre, de tal manera que, ya desde ahora, el valor sobrenatural del sufrimiento y de la muerte, la necesidad de expiar por los pecados y de compartir la Muerte del Redentor, son sustituidos por las modernas concepciones de la Nueva Primavera y de una Nueva Edad, las cuales se abren a un Mundo Nuevo que se convierte así en la etapa final de la existencia humana.
Así fue como la Nueva Iglesia de la Modernidad consumó su Apostasía, dando la espalda a la muerte del Redentor y propinando a Dios una bofetada de desprecio y rechazo a la más maravillosa de sus obras. La misma por la cual había entregado su vida y con la cual había llevado a efecto, en realidad, el mayor e imaginable Acto de Amor hacia el hombre.
Hay detalles y gestos que son lo suficientemente expresivos. En infinidad de iglesias y templos católicos desaparecieron los bancos con reclinatorios, a fin de ser sustituidos por sillas y cómodos asientos, demasiado apretados entre sí como para impedir cualquier posibilidad de arrodillamiento por parte de los fieles. Las Comunidades Carismáticas y Neocatecumenales, convenientemente aprobadas (justo es decirlo), vieron llegada la hora de su triunfo; negando el valor de la Misa como Sacrificio, sus celebraciones (siempre fuera de los templos y en total ausencia de altares y símbolos al efecto) dieron entrada a los elementos festivos de guitarras, música rock, intervención casi exclusiva de los seglares prescindiendo prácticamente por completo del elemento sacerdotal, y comidas de solidaridad y hermandad.
No vale la pena aducir más ejemplos que, por otra parte, todos los católicos han tenido ocasión de contemplar y vivir. Y así es como ha quedado actualizada de nuevo la Noche del Huerto de los Olivos. Otra vez Satanás se siente seguro de su Victoria, y esta vez sin nadie que se lo impida. Por fin ha sido la Iglesia destruida y derrotada, después de haber recibido este Golpe mortal y definitivo.
Sin nadie que se lo impida…, hasta que llegue por fin el Supremo Juez y se haga realidad lo que estaba profetizado: el Diablo, el seductor, fue arrojado al estanque de fuego y azufre, donde están también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.[13]
Y aquéllos que permanecieron fieles al Señor y habían seguido viviendo de Esperanza, pese a todo, confiados en la Promesa de Aquél que había dicho que vendría de nuevo, verán colmados, por fin, los anhelos de su corazón: Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo;[14] …y las Puertas del Infierno no prevalecerán contra Ella.[15]
[1] Lc 8:10. [2] Mt 24:15. [3] Heb 9:22. [4] El aparato de Propaganda, referente a la Iglesia, que los Poderes pusieron en marcha, a partir del Concilio Vaticano II (casi siempre para perjudicarla e influir en las deliberaciones), ha sido impresionante y único hasta ahora en la Historia. [5] Lc 18:8. [6] He aquí el fundamento de las doctrinas historicistas, que han impregnado la Teología Católica desde el Concilio Vaticano II, desembocando en el más claro Modernismo (que ya se creía desaparecido). Para estas ideologías inmanentistas, no es la Revelación la que determina al hombre, sino el hombre de cada momento histórico quien juzga e interpreta a la Revelación. La ecuación es patente: subjetivismo, igual a Modernismo. [7] Mt 9:36. [8] Homilía pronunciada por el Papa en Castelgandolfo, en la fiesta de la Asunción de la Virgen, 15, Agosto, 2010. El pensamiento del Santo Padre parece indicar que, así como el recuerdo de un ser querido permanece en la memoria y el corazón de parientes y amigos, aunque como tal sombra o recuerdo también tiende a desvanecerse, puesto que estos últimos han de desaparecer igualmente…, mas no así en Dios, quien siendo Eterno, en su pensamiento y Amor permaneceremos siempre. Afirmación ambigua que parece contradecir la permanencia en la vida eterna de la persona como un ser real, además del peligro que encierra de inducir al panteísmo. Cabe pensar, de todos modos, que no es dable exigir al lenguaje oral la precisión del texto escrito. [9] Denzinger–Hünermann, n. 574. Los Concilios de Toledo fueron considerados siempre en la Iglesia con gran respeto y aprobación, casi equiparados a los Concilios Ecuménicos. [10] Jn 14: 2–3. [11] El Apóstol San Pablo, en su Carta a los Gálatas (1: 7–8). [12] Ap 22: 18–19. [13] Ap 20:10. [14] Ap 21: 1–2. [15] Mt 16:18.
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