Pedro Romano
- Alfonso Gálvez
- 30 abr
- 49 Min. de lectura

“No temas por lo que vas a padecer… Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Ap 2:10).
Introducción al tema
Las tribulaciones que habrán de padecer los seguidores de Jesucristo constituyen el tema de fondo de la exhortación del Espíritu al Ángel de la Iglesia de Esmirna (Ap 2: 8–11). Tribulaciones y sufrimientos que alcanzarán su punto culminante en intensidad, frecuencia y universalidad una vez llegados los Últimos Tiempos, o el momento de su aproximación. Según palabras de Jesucristo, con las que hacía suyo un oráculo del profeta Daniel, habrá una gran tribulación, como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá (Mt 24:21).
Las tribulaciones son una constante en la vida del cristiano. Aparte de las numerosas y repetidas advertencias que hace Jesucristo al respecto (Jn 15: 18.20; 16:2; etc.) existe una muy expresiva que pertenece al Apóstol San Pablo: Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos (2 Tim 3:12). Adviértase, sin embargo, que las tribulaciones que tendrán lugar en los Últimos Tiempos revestirán suma gravedad y especiales peculiaridades. El Pontificado del Papa al que la Profecía de San Malaquías asigna la leyenda de Pedro Romano, último de la serie, transcurrirá al mismo tiempo que los tremendos acontecimientos que, según la Revelación, sucederán en los Tiempos Últimos y que darán fin a la Historia del Mundo y de la Iglesia militante (acerca de la conocida como Profecía de San Malaquías, puede encontrarse suficiente información en nuestro libro El Invierno Eclesial, Shoreless Lake Press, 2011, págs. 227–263).
Es bien sabido que la Profecía de San Malaquías —en el caso de que se quiera admitir su autenticidad—, además de ser de carácter meramente privado, no ha sido nunca reconocida oficialmente ni tampoco rechazada por la Iglesia. Lo que significa que cualquiera es libre de creer o no creer en su contenido, siendo ambas posiciones igualmente correctas y abiertas las dos a toda clase de posibles especulaciones. Su verdad o falsedad serán determinadas por consideraciones e investigaciones de tipo histórico y teológico, y principalmente por el cumplimiento o por el fallo de lo anunciado; como ocurre con toda profecía que no posea el carácter de Revelación oficial. Téngase en cuenta que existen en el Catolicismo profecías y revelaciones privadas —como las atribuidas a la Virgen de Fátima— que, aun careciendo del carácter de Revelación oficial, han sido bien acogidas y bendecidas por la Iglesia; por lo que gozan de una especial consideración aunque no obliguen a asentimiento de fe por parte de los fieles.
En el caso concreto que estamos considerando, todo depende del índice de acierto que se quiera reconocer a cada uno de los lemas que corresponden a los 112 Papas contemplados en la Profecía, desde el atribuido a Celestino II (1143–1144) hasta el asignado al último de todos ellos y que, según la Profecía, marcará el fin de los tiempos.
Los criterios de aplicación de los lemas a los diversos Pontificados son variables. Unas veces se refieren al Pontificado mismo o entorno del Papa en cuestión, como en el caso de Benedicto XV (1914–1922), al que corresponde la leyenda de Religio Depopulata (la primera Guerra Mundial tuvo lugar durante los años 1914–1918, cuyo número de víctimas en toda Europa fue lo bastante considerable como para parecer justificada la alusión a una cristiandad despoblada), mientras que otras apuntan a la persona misma del Papa al que son asignados, como ocurre con Pío XII (1939–1958) y su lema de Pastor Angelicus (un apelativo aplicado con toda propiedad al Papa Pío XII, pese a la campaña levantada contra él durante años por el mundo judeo–masónico).
En general, los emblemas asignados a cada Papa o Pontificado son de carácter críptico y de un variable nivel de dificultad en cuanto a su interpretación. Aunque algunos de ellos parecen mostrar una clara relación con el Papa correspondiente, existen otros en los que la tarea de encontrar un significado apropiado resulta más difícil, e incluso a veces parece imposible. Detalle este último que ha conducido a muchos a negar por completo la validez de la Profecía.
Es posible, sin embargo, que tales detractores hayan procedido con prisa o ligeramente. O que no hayan tenido en cuenta que el lenguaje profético es siempre esotérico y rara vez llega a comprenderse con claridad antes de su cumplimiento. Sea como fuere, es evidente que el problema no puede ser examinado con objetividad si no se adopta previamente una serena actitud carente de prejuicios y dispuesta a no desembocar en conclusiones precipitadas.
La elección del Pontífice actualmente reinante Papa Francisco (a quien teóricamente correspondería, según la Profecía, el mote o divisa de Petrus Romanus), después de la renuncia de su antecesor Benedicto XVI (De Gloria Olivæ), ha venido a complicar las cosas para los partidarios del vaticinio de San Malaquías. Es bien conocido que en él se anuncia a un misterioso Petrus Romanus como el último de los Papas, y a su inmediato predecesor —al parecer, Benedicto XVI— como el penúltimo. Sin embargo no ha ocurrido así, pues todo parece indicar que el nombre de Francisco nada tiene que ver con el de Petrus Romanus, señalado claramente por San Malaquías como el Pontífice que cerrará la Historia coincidiendo con la segunda venida de Jesucristo. Ni existen tampoco, al menos de momento, signos evidentes de que la Iglesia y el Mundo estén abocados a la Parusía. De donde cabe deducir, según muchos, que habiendo fallado la predicción, ha quedado demostrada su falsedad.
Sin embargo, como ya hemos sugerido más arriba, la precipitación en el juicio en el ámbito de las profecías, en lo que se refiere a su interpretación o cumplimiento, es la peor actitud que se puede adoptar y fuente segura de equivocaciones. Ya hemos dicho antes que nos encontramos aquí inmersos en un terreno esotérico y desconocido que exige andar con cuidado y adoptar el mayor número posible de precauciones, a fin de evitar juicios apresurados que, casi con seguridad, conducirían al error.
A mayor abundamiento, y para complicar aún más las cosas, el mundo de las profecías es un terreno resbaladizo que ha hecho pensar a algunos en la posibilidad de que se trate, al menos con respecto a algunas de ellas, en algo parecido a una broma que Dios habría querido gastar a los hombres. No en el sentido de que Dios haya querido engañarlos o burlarse de ellos —cosa impensable y absolutamente imposible—, sino que, movido por sus sabios y misteriosos designios, quizá haya decidido desconcertar a algunos a la vez que les anunciaba la verdad de lo que iba a ocurrir: A vosotros se os ha concedido el misterio del Reino de Dios; en cambio, a los que están fuera todo se les anuncia con parábolas, de modo que los que miran, miren y no vean; y los que oyen, oigan pero no entiendan; no sea que se conviertan y se les perdone (Mc 4: 11–12; cf Mt 13:15; Hech 28:27; Ro 11:10; Ap 16:15). El tema del porqué de las parábolas ya fue tratado en alguno de nuestros libros. Siendo de advertir que esta clase de admoniciones, propias de la Revelación, habrían de bastar para extremar la prudencia de los exegetas y comentaristas.
Existe también una vieja teoría que asegura que los lemas De Gloria Olivæ y Petrus Romanus no suponen necesariamente una inmediata conexión entre ellos. Por lo que cabe la posibilidad de que exista entre ambos el intermedio de un desconocido número de años. La teoría anda lejos de poder considerarse probada, aunque tampoco existen contra ella argumentos suficientes para rechazarla. Por lo que el problema queda en el aire y sin aparente solución.
Planteada así la cuestión, y en orden a su clarificación, solamente puede ser admitida como posible una de estas tres hipótesis:
O bien la Profecía de San Malaquías carece de fundamento suficiente y puede ser rechazada, por lo tanto, como absolutamente falsa.
O bien podría tomarse en consideración la teoría según la cual no existe una conexión inmediata entre los dos últimos lemas, lo que supondría aguardar durante un tiempo, cuya duración sería desconocida, que abarcaría desde Benedicto XVI, al que la Profecía asigna el de De Gloria Olivæ, hasta la aparición del Papa correspondiente al de Petrus Romanus.
Y en tercer lugar, también parece razonable aceptar como probable el hecho de que el lema Petrus Romanus haya sido mal interpretado. Por lo que no cabe descartar, sin más, la posibilidad de que efectivamente corresponda al actual Papa Francisco, aun reconociendo la existencia de problemas inherentes a su interpretación.
No hace falta insistir en las enormes dificultades (por no hablar de imposibilidad) que supondría el intento de demostrar cualquiera de las tres hipótesis, dado que nos hallamos en un terreno en el que sólo caben conjeturas y juicios de aproximación. De ahí que la conclusión más probable a deducir de nuestro Estudio sea la de que ninguna de las tres hipótesis posee argumentos suficientes para arrogarse la calificación de indiscutible, y de ahí la libertad de cada cual para mostrar sus preferencias por cualquiera de ellas. De todos modos, conviene adelantar dos advertencias antes de seguir adelante.
Ante todo, ha de quedar bien establecido que, por nuestra parte, aunque somos partidarios de mantener la autenticidad de la Profecía de San Malaquías en su conjunto, en modo alguno nos pronunciamos a su favor por medio de un juicio definitivo.
Por otra parte, y siempre teniendo en cuenta lo dicho, investigaremos aquí los fundamentos en los que se apoya la teoría que defiende la asignación del emblema Petrus Romanus al Papa Francisco. Bien entendido que no se trata de demostrar que es la hipótesis más razonable, sino de hacer patente el hecho de que existen indicios suficientes como para no rechazarla a la ligera. Y aunque yo me inclino decididamente a su favor, el juicio definitivo sobre su verdad o falsedad quedará, como siempre, a cargo del tiempo. Que es, en definitiva, el que se encarga de dirimir con seguridad la autenticidad o falsedad, además de su significado, de todas las profecías y revelaciones privadas.
El nombre de Petrus Romanus
Puesto que el nombre del Papa Francisco, en la actualidad reinante, nada tiene que ver con el de Pedro Romano, el cual a su vez sería el último de la serie según la Profecía de San Malaquías…, queda descartada, según algunos, cualquier relación entre uno y otro. Por lo que el famoso vaticinio quedaría desvalorizado por completo.
Sin embargo, aun dando de lado de momento a la teoría según la cual debe admitirse un lapso de tiempo indeterminado entre los dos últimos lemas (en el que habría que contar con un número desconocido de sucesivos Papas), descartar sin más la atribución del emblema Pedro Romano al Papa Francisco supone una precipitada ligereza de juicio, además de un olvido de las normas elementales que siempre se han tenido en cuenta con respecto a la interpretación de la Profecía de Malaquías.
La primera de las cuales se refiere a que el lema no siempre tiene que ver con el nombre personal del Papa a quien se le atribuye, sino que a menudo lo hace con su entorno o con los acontecimientos que se desarrollaron en su tiempo y que, de alguna manera, definen su Pontificado. Acerca de lo cual ya hemos señalado anteriormente algún ejemplo entre los muchos existentes a lo largo de la Historia del Papado.
Pero la Historia, que además de ser Maestra de la vida y fuente, por lo tanto, de fructuosas y verdaderas lecciones —casi nunca aprovechadas por los hombres—, con frecuencia parece hacer alarde de ironías con respecto a quienes pretenden entenderla. Como ocurre, por ejemplo, en este caso, en el que el lema de Pedro Romano, y contra lo que pudiera parecer, guarda efectivamente una plena y extraña relación con la persona de Francisco, que es lo que vamos a intentar mostrar. Advirtiendo también que, como es lógico, y dado que se trata de una mera opinión, nadie debe esperar argumentos apodícticos. Se trata aquí simplemente de mostrar que las teorías que no ven relación entre el misterioso lema y el Papa actual carecen de argumentos convincentes.
Dicho lo cual, comenzaremos nuestra indagación con algunas especulaciones acerca del nombre de Petrus.
El cual, como todo el mundo sabe, ha sido atribuido siempre por la Iglesia y el conjunto de los fieles a todos y cada uno de los Pontífices que a lo largo de la Historia han existido. A través de los siglos las peregrinaciones a Roma se hicieron siempre, de forma ininterrumpida, bajo el lema de videre Petrum.
La expresión Tu es Petrus ha sido utilizada tradicionalmente en la Iglesia, en forma de himnos o antífonas, para honrar al Pontífice reinante en reconocimiento de su condición de Pastor Supremo universal y legítimo sucesor del apóstol San Pedro, quien fue el primero de todos los Papas y el fundamento o piedra angular (continuado luego por sus sucesores) de la Iglesia fundada por Jesucristo. Cantada como himno litúrgico o motete, casi todos los grandes artistas de la música religiosa, como Palestrina, Perosi, Eslava o Tomás Luis de Victoria entre otros, le han dedicado sus composiciones.
A modo de ejemplo, y por atenernos exclusivamente a los tiempos modernos, el himno Tu es Petrus compuesto por Palestrina, fue cantado en el Consistorio para la creación de nuevos Cardenales el día 20 de Noviembre de 2010; mientras que el compuesto por Eslava fue cantado en la Misa del Inicio del Pontificado del Papa Francisco el 19 de Marzo de 2013. Se usa como invocación en los graduales y aleluyas después de la Epístola o en la antífona Comunión, dentro de los formularios de las Misas de San Pedro o de San Pablo.
El nombre de Petrus, tal como se incluye en la invocación Tu es Petrus, posee por lo tanto un carácter genérico y es aplicable a todos los Papas de la Historia y, por supuesto, a Francisco. Si bien en este caso el lema profético parece hacerlo de manera expresa e intencionada, tal vez por las razones que ahora explicaremos. En realidad algo semejante ocurrió en el Imperio Romano, con la atribución del nombre de César a todos los emperadores que sucedieron a César Augusto (27 a.C.–14 d.C.).
Claro que, planteada así la cuestión, se impone de forma obligada proponer una pregunta a todas luces interesante:
Si eso es así, ¿por qué se ha atribuido el nombre de Pedro a Francisco y no a alguno de los otros Pontífices que, habiendo reinado antes que él a lo largo de la Historia, evitaron utilizarlo por respeto al Príncipe de los Apóstoles? Cosa que también ha hecho el Papa Francisco. Y sin embargo, puesto que la Profecía se lo aplica, todo induce a pensar que la atribución posee un carácter simbólico con el que se ha pretendido aludir a alguna cualidad específica del actual Pontífice. He ahí el problema al que nos enfrentamos y que tratamos de averiguar. Y es probable que la respuesta, si existe y se consigue hallarla (cosa que, pese a las dificultades, parece factible), nos introduzca de lleno en el misterio del significado del lema Tu es Petrus aplicado al Papa Francisco.
Una posible respuesta, que no deja de ser altamente sorprendente, consta de dos partes aparentemente contradictorias.
Por la primera, la Profecía trata de patentizar una cualidad que el Papa Francisco aparentemente intenta soslayar, aunque no de forma claramente expresa. En este sentido, el oráculo parece ir contra las intenciones del Pontífice.
Por la segunda, secundando esta vez los deseos del Papa, el texto profético utiliza el adjetivo Romanus (sería indiferente para el caso considerarlo como adjetivo o como nombre) colocado en aposición al nombre de Pedro, con el fin aparente de llamar la atención sobre algo por lo demás patente, pero cuya intención más profunda podría pasar desapercibida: Francisco pretende insistir en su condición de romanidad, ni más ni menos que para obviar lo que supondría para él la atribución del correcto significado de Petrus.
O dicho de otro modo: Con respecto al primer punto, la Profecía parece que intenta poner de manifiesto algo que se pretende escamotear, o al menos desplazar y para lo cual le ha sido asignado un puesto secundario que contribuya a que pase inadvertido. Por lo que hace al segundo, es difícil evitar la impresión de que el lema intenta descubrir la maniobra (ahora en sentido contrario) por la que se desea que una realidad pase a un primer plano: ¿tal vez con el fin de que pasara desapercibido algo que se quiere hacer olvidar o al menos restarle importancia? Evidentemente, si la hipótesis que acabamos de exponer fuera cierta, el lema profético tendría entonces, en cuanto al primer aspecto, un sentido de agere contra (obrar en contrario); en cuanto al segundo, intentaría poner al descubierto la voluntad de resaltar una cualidad, por otra parte verdadera, pero cuyo objeto no es otro que el de desplazar otra.
Los hechos y las palabras del Papa Francisco inducen a creer que el Pontífice, continuando la línea de pensamiento de sus antecesores conciliares y postconciliares, es más bien partidario de una forma de gobierno de la Iglesia que sería colegial, conciliar o, como él mismo dice, sinodal, y que él parece preferir a la forma monárquica o tradicional.
A modo de resumen, puesto que no se trata aquí de hacer un estudio histórico del problema, conviene anotar que las tendencias conciliaristas, o defensoras de la superioridad jerárquica del Concilio Ecuménico sobre el Papa, son ya antiguas en la Iglesia. Surgieron con especial acritud con ocasión del gran Cisma de Occidente (1378–1417), como posible vía para solucionarlo.
De todos modos, la doctrina católica sobre el primado de Pedro y la jurisdicción universal del Romano Pontífice ya fue expuesta claramente en el Concilio II de Lyón en el año 1274 (DS 861), en el Concilio de Florencia en el año 1439 (D 694), y en la Professio Fidei Tridentina (DS 1868). Aunque fue definitivamente zanjada y definida en los cuatro capítulos (con sus correspondientes cánones condenatorios) de la Constitución Dogmática Pastor Æternus, en la Sesión IV del Concilio Vaticano I (DS 3053–3075).
Pese a lo cual, las ideas conciliaristas que volvieron a manifestarse en el Concilio Vaticano II por parte de los teólogos progresistas de avanzada motivaron la intervención del Papa Pablo VI, quien ordenó introducir una Nota Explicativa Previa a la Constitución Lumen Gentium, a fin de dejar clara la doctrina tradicional de la Iglesia. En la actualidad, después de más de medio siglo de haber sido clausurado el Concilio Vaticano II, todo parece indicar que la corriente conciliarista, como ave fénix que siempre renace, ha vuelto a aparecer en la Iglesia.
Ésta es la razón del aparente empeño de Francisco en ser designado como Obispo de Roma más bien que como Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, y de ahí tal vez la curiosa calificación por la que la Profecía le atribuye el nombre de Romano. En sentido en cierto modo contrario, su extraña insistencia en ubicar en un segundo plano su condición de Pontífice Supremo de la Iglesia es lo que explicaría que el oráculo de Malaquías, con aparente reticencia, lo califique como Petrus, que es un nombre con el que hasta ahora no se había designado a ningún Papa, pese a que todos ellos han sido igualmente sucesores de San Pedro.
Cabe decir, por lo tanto, aunque parezca un despropósito, que todo discurre como si el lema quisiera utilizar a propósito la ironía. En un intento de dejar claro, tal vez, en vista de que se pretende soslayar la esencial función petrina, el hecho de que la Profecía insiste en recordarla y dejarla bien asentada. Con algo de imaginación, seguramente podríamos pensar en el oráculo empeñándose en decir: Pues pese a todo, y dígase lo que se diga, Tu es Petrus!…! Y de ahí el nombre del Príncipe de los Apóstoles asignado en el lema al Papa Francisco.
Que el Papa Francisco pretende no poner demasiado énfasis en su condición de Pontífice Supremo y Único de la Iglesia Católica, es algo bien patente para cualquiera que piense con ausencia de prejuicios. Se ha negado sistemáticamente a usar el Anillo del Pescador, un símbolo exclusivo de los Papas y bien expresivo de su condición de Pontífices de la Iglesia y sucesores de San Pedro. También ha rechazado el uso de casi todos los ornamentos papales y la posibilidad de vivir en las estancias pontificias del Vaticano, además de eliminar toda la liturgia propiamente papal y de suprimir en su persona toda apariencia de boato y ejercicio del poder; sin olvidar el gesto expresivo de no querer utilizar el trono pontificio y su insistente preferencia en autodenominarse Obispo de Roma. Sus apariciones junto al Papa dimitido, colocados ambos en sitiales como en igualdad de rango, la publicación de una Encíclica acerca de la que se insiste que es obra de ambos, etc., son gestos que, si bien no demuestran nada en sentido categórico, son sin embargo suficientemente expresivos e insinuantes a favor de una posible y pretendida colegialidad.
La propaganda y el trabajo de los media han difundido por todas partes que esta serie de gestos —y otros semejantes— no se deben a otra cosa que a la humildad del Papa y a su deseo de insistir y proclamar la necesidad de esta virtud en un Pastor de la Iglesia.
El problema surge, sin embargo, cuando se advierte que la humildad, por ser una virtud extraordinariamente delicada, fácilmente se presta a falsificaciones y a calificaciones que a menudo no responden a la realidad. Por lo que no siempre resulta sencillo despejar las dudas de quienes se empeñan en insistir que se trata de una auténtica virtud. La cual suele ser modesta y recatada por definición y enemiga de proclamaciones y aclamaciones masivas. Las mismas que comienzan siendo sospechosas para mostrarse al final casi siempre como que carecían de fundamento: ¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros, pues de este modo se comportaban sus padres con los falsos profetas!, decía Jesucristo (Lc 6:26). La cuestión de las santidades súbitas, o de las famas generalizadas y por nadie cuestionadas, nunca ha funcionado bien en la Iglesia. Nadie sabe en lo que van a quedar en el futuro las aureolas de vidas heroicas como las de Martin Lutero King o de Gandhi; o las de teólogos como Karl Rahner o Teilhard de Chardin. La Historia muestra que la santidad auténtica fue siempre altamente cuestionada, además de haber sido, con no poca frecuencia, los verdaderos siervos de Dios objeto de persecuciones y de graves contradicciones; y hasta fue necesario para algunos de ellos el transcurso de siglos para que sus virtudes heroicas fueran reconocidas. En el caso concreto que estamos tratando, la general unanimidad de los media, en el hecho de reconocer y proclamar los gestos de humildad del Papa Francisco, producirá el efecto, en el mejor de los casos, de inducir seguramente al uso de la prudencia para admitirlos.
Anteriormente aludimos a las palabras del Papa Francisco afirmando que la autoridad en la Iglesia debe ejercerse de modo sinodal, con una mayor participación de los Obispos y de las Conferencias Episcopales en el Gobierno Supremo que supone el ministerio petrino, dando así expresión a una preocupación que va desde Juan XXIII hasta el momento actual, pasando por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. En realidad, todo parece estar relacionado con el revolucionario concepto del problema ecuménico, tal como fue elaborado en su nueva formulación por el Concilio Vaticano II y que la Iglesia conciliar no ha vacilado en adoptar. Según la cual, son muchos los que piensan en el papel desempeñado hasta ahora por el Papa como el principal obstáculo para la unión de todos los cristianos.
Una prueba de la nueva forma como se pretende ejercer la función petrina, que parece haber sido aceptada por el Papa Francisco, es el nombramiento de un grupo de Cardenales cuya misión es la de asesorar y de ayudar al Papa en el gobierno de la Iglesia. Con lo que se hace difícil no ver aquí otro intento de avanzar hacia una forma de ejercicio colegial del Papado, o tal vez sinodal si se prefiere decirlo con palabras del Papa Francisco. Pero puesto que asesores y ayudantes siempre han estado a disposición de los Papas, cabe preguntar acerca de las verdaderas motivaciones que han impulsado a organizarlos en grupo y otorgarles un carácter colegial.
Algunos están convencidos de que se trata, una vez más, de utilizar un procedimiento peculiar del Modernismo y que ya se puso en marcha en el Concilio Vaticano II, a saber: palabras y gestos ambivalentes, capaces de ser interpretados en un doble sentido y decisiones de gobierno de la misma índole. Todo lo cual, por el hecho mismo de apoyarse en evidentes ambigüedades, resulta casi imposible de rebatir.
Sería absurdo acusar a los Papas conciliares o postconciliares de pretender anular la Constitución Pastor Æternus del Concilio Vaticano I, cuyo carácter dogmático está fuera de toda discusión y es la piedra de toque contra la que se estrella cualquier intento conciliarista. Pero es evidente que la Teología progresista intenta vadear el obstáculo, a pesar de que la tarea se presenta como ardua y prácticamente imposible. Y no faltan testimonios que avalan los esfuerzos de los innovadores. El Papa Juan Pablo II, por ejemplo, hablando sobre el ecumenismo, se refería a la necesidad de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva (Juan Pablo II, Encíclica Ut Unum Sint, 1995, n. 95). Pero sin duda que el problema pertenece a la especie de los que resultan más fáciles de enunciar que de resolver. Pues, por ejemplo, ¿cómo es posible mantener lo esencial y abrirse, sin embargo, a una situación nueva? Demasiado ingenio sería necesario aquí para no caer en otro intento de encontrar la cuadratura del círculo.
Así se explica el aparente empeño del Papa Francisco en no aludir a su condición de Jefe Supremo de la Iglesia y su extraña insistencia en aparecer ante el orbe católico como Obispo de Roma. Su salida al balcón, recién elegido Papa, para rogar a la muchedumbre que lo bendijera como Obispo de Roma, es todo un símbolo, al que hay que añadir sus discursos y hechos posteriores en el mismo sentido. Todo lo cual ha suscitado el entusiasmo y los aplausos de los corifeos y partidarios de la Teología progresista modernista, quienes proclaman triunfalmente el fin de la Iglesia centralista y la aparición de otra más conforme al puro Evangelio —la Iglesia de los pobres y la Iglesia del Pueblo—, sin trabas ni estructuras de ninguna clase y la que, según ellos, al menos durante los primeros siglos no conoció nunca la figura del Papa como Pastor universal.
Son conocidos por la Historia diversos Movimientos, que podríamos agrupar bajo el nombre de Espirituales y que han ido apareciendo en el seno de la Iglesia a lo largo de los siglos. Su principal característica consiste en que nunca se han mostrado partidarios de las estructuras jerárquicas, tal como sucede en la actualidad con los Movimientos Neocatecumenales, Carismáticos, etc., en los que el papel del sacerdocio jerárquico y ministerial y el valor sacrificial de la Misa han sido prácticamente anulados. No corresponde a este lugar llevar a cabo una crítica de estas doctrinas que, por otra parte, gozan hoy día de enorme predicamento, poder e influencia en el mundo católico. Pese a que atentan gravemente contra la Constitución de la Iglesia tal como la fundó Jesucristo, han logrado arrastrar a millones de prosélitos y —lo que es más asombroso— conseguido la confianza de la Jerarquía Eclesiástica.
El Papa Francisco prefiere aparecer ante los fieles de la Iglesia universal como Obispo de Roma, y en verdad lo es. Pero las funciones de Obispo de Roma y Papa o Pastor de la Iglesia universal van indeleblemente unidas, hasta el punto de que, por la misma naturaleza de las cosas, cualquiera de ellas supone la otra. De ahí que el Obispo de Roma que es actualmente Francisco es también necesariamente, por más que alguien pudiera empeñarse en obviarlo, el Papa y Pastor de todos los cristianos, sucesor del Príncipe de los Apóstoles y Roca firme sobre la cual fue edificada la Iglesia. Es justamente lo que el oráculo profético de Malaquías —procediendo quizá contra los inútiles intentos de tantos obstáculos de quienes quisieran olvidarlo— parece empeñarse en resaltar, y de ahí el nombre de Petrus que le asigna y que viene a ser eco de unas palabras que nadie puede remover: Tu es Petrus…
Durante siglos se ha venido asegurando que ningún Papa ha querido asignarse el nombre de Pedro por respeto a San Pedro. Y por eso parece haber quedado reservado —sin que en realidad nadie conozca la suprema y verdadera razón— para el último de todos ellos. A falta de otros motivos verdaderamente determinantes podría ser admitida esa creencia. Sin embargo, dado el carácter esotérico que siempre acompaña al dato profético, tampoco puede ser descartada una explicación distinta por extraña que parezca, y por eso hemos intentado aportar una. La cual consiste concretamente en que nunca hasta ahora había sido necesario recordar e insistir ante todos, incluido el propio titular, que el Papa de turno es siempre el sucesor del Primero de la serie y sujeto obligado al que va dirigida la apelación Tu es Petrus. Y de ahí la asignación del nombre de Pedro al Papa Francisco. Un apelativo que va unido necesariamente al cargo, y que no depende en absoluto de la aceptación o el gusto del titular correspondiente.
Por supuesto que nuestra teoría puede ser verdadera o falsa. Aunque nadie podrá tacharla de arbitraria o antojadiza, una vez expuestas las razones — aunque no pretendan ser apodícticas— con las que hemos tratado de sustentarla. Y desde luego no es posible dudar de las preferencias del Papa Francisco por un gobierno de la Iglesia compartido: ¿colegial, conciliar, tal vez sinodal…? En su libro Sobre el Cielo y la Tierra, escrito en colaboración con el rabino Skorka cuando todavía era Cardenal Arzobispo de Buenos Aires, se muestra simpatizante del conciliarismo y decididamente en contra de que la Iglesia posea algún poder (J.M. Bergoglio–A. Skorka, Sobre el Cielo y la Tierra, A. Mondadori, Buenos Aires, 2013).
Todavía falta un importante problema a considerar. Cuyo planteamiento nos conduce a que el Pontífice a quien corresponde el mote de Petrus Romanus según la Profecía de San Malaquías, y puesto que aparece como el último de la serie total de Papas que habrán existido en la Iglesia —si se admite como cierto el oráculo—, su Pontificado habrá de coincidir con las graves tribulaciones que marcarán el fin de la Historia y que precederán inmediatamente a la Parusía. Según lo cual, y aunque el momento del final de los Tiempos y de la segunda venida del Señor sólo de Dios Padre es conocido conforme a las palabras del mismo Jesucristo (Mt 24:36), habría que considerar el Pontificado del Papa Francisco como el correspondiente a los Últimos Días.
Sin embargo, ¿podríamos decir que los acontecimientos que hoy suceden en el mundo lo acreditan así…? De todos modos, y a fin de tratar de responder a tan difícil cuestión, conviene tener a la vista el texto profético en su completa literalidad, que es como sigue:
In persecutione extrema S.R.E. (Sanctæ Romanæ
Ecclesiæ) sedebit Petrus Romanus,
qui pascet oves in multis tribulationibus,
quibus transactis, civitas septicollis diruetur.
Et Judex tremendus iudicabit populum suum. Finis.
Es indudable que el texto aparece tan misterioso como interesante, y enteramente capaz de suscitar la curiosidad de cualquiera. Traducido del latín significa lo siguiente:
Durante la persecución final que sufrirá la Santa Iglesia Romana, reinará Pedro Romano, que apacentará sus ovejas entre multitud de tribulaciones, transcurridas las cuales, la Ciudad de las Siete Colinas [Roma] será destruida. Y el Juez terrible juzgará a su pueblo. Fin.
Como es lógico, todo depende del valor que se le quiera atribuir al vaticinio de San Malaquías. Pero en el caso de que se le conceda alguna (o total) seriedad al texto, parecen existir en él importantes cuestiones que se prestan a reflexión. Algunas de las cuales plantean, a su vez, un nuevo alud de preguntas cuya mayoría, según es lo más probable, deberían quedar sin respuesta satisfactoria. Aunque nosotros trataremos de abordarlas de alguna manera y formular algunas hipótesis, dada la importancia del problema y la gravedad de la situación actual por la que atraviesa la Iglesia.
Una primera curiosidad que llamaría la atención, de no ser porque suele pasar desapercibida, tiene que ver con el hecho de que el oráculo se refiere exclusivamente a la Iglesia Católica Romana como la única a la cual conoce. Si se tiene en cuenta que su fecha de origen es el siglo XII (suele fijarse hacia el año 1140), el Cisma de Oriente o Gran Cisma —primero de los más importantes—, ya se había consumado definitivamente en un tiempo anterior (año 1054). Luego hay que considerar también la terrible catástrofe de la Reforma, con la aparición de las innumerables sectas protestantes que también se separaron de la verdadera Iglesia. Sin embargo, y frente a todo eso, el texto de San Malaquías no considera a la Católica como una más en la que subsiste la Iglesia de Cristo, tal como efectivamente lo hace el Concilio Vaticano II (Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, n. 8).
Es sabido que las doctrinas postconciliares han dado de lado al tradicional concepto de la Iglesia como Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana, a fin de legitimar las nuevas doctrinas que incluyen a las sectas y Movimientos cismáticos y separados como verdaderas Iglesias y, por lo tanto, como instrumentos válidos de salvación (apartándose claramente en este punto de un secular y tradicional Magisterio). Que el vaticinio de San Malaquías exclusivamente conoce a la Iglesia Católica como única y verdadera Iglesia (ni siquiera se plantea el problema de las otras Iglesias), lo demuestra el hecho de su clara alusión a la Romanidad de la Iglesia y su explícita referencia a la Ciudad de las Siete Colinas. Es cierto, sin embargo, que ya desde la Antigüedad —empezando por el Libro del Apocalipsis— se llamó Iglesias a las Comunidades locales; aunque el concepto quedaba limitado exclusivamente, como hemos dicho, al ámbito de las Comunidades de cristianos esparcidas aquí y allá, sin que jamás les fuera atribuido el significado de Iglesia en sentido comprehensivo.
Otra importante cuestión abierta a la especulación, según se desprende del texto final de la Profecía de San Malaquías, tiene que ver con el papel desempeñado en los acontecimientos de los Últimos Días por el titular del lema que cierra la serie. Allí se dice que este misterioso Pedro Romano apacentará a las ovejas —pascet oves— entre muchas tribulaciones durante la persecución final. El texto in multis tribulationibus, aunque es suficientemente claro, no excluye cierta ambigüedad capaz de considerar diversos matices interpretativos: ¿Se trata de difíciles y peligrosos obstáculos que el último Papa habrá de esforzarse en sortear mediante graves sufrimientos y duras penalidades? ¿O, por el contrario, habrá contribuido él mismo a provocar tales pruebas que, por otra parte, se verán obligados a sufrir los elegidos? La realidad es que no es posible descartar, ni tampoco admitir, cualquier hipótesis a la ligera, desde el momento en que las profecías sobre los novísimos hablan de falsos profetas que engañarán a muchos y hasta de anticristos que pretenderán ocupar el lugar de Dios.
Es necesario reconocer, con respecto a la responsabilidad de Pedro Romano en los graves acontecimientos que precederán a la Parusía, que nada seguro se puede deducir a este respecto —bueno o malo— del contenido del texto. Lo único cierto es que será él quien estará desempeñando la función de Vicario de Cristo en aquellos terribles momentos. La decisión de atribuirle, en todo o en parte, la responsabilidad de los acontecimientos, supondría la voluntad de identificarlo con alguno de los falsos Profetas que, según todas las profecías, actuarán en los Últimos Tiempos desplegando un arsenal de falacias con el que engañarán a muchos. Sería, sin embargo, una grave afirmación sobre la que no existe base alguna en el texto como para poder decir que se trata de algo más que una gratuita atribución. Por lo que se trataría de una acusación carente de suficientes fundamentos. Aunque tampoco sería razonable descartar —dentro del terreno de hipótesis en el que nos encontramos— la teoría de algunos según la cual existen bastantes indicios que inducen a pensar lo contrario.
Mucho más importante es la cuestión de los tremendos acontecimientos que tendrán lugar durante el Pontificado de Pedro Romano, puesto que son los que señalarán el fin de la Historia y la segunda venida del Supremo Juez. Lo que significaría, de ser cierta la atribución del lema al Papa Francisco, que la Iglesia actual está abocada a las graves persecuciones, penalidades y sufrimientos que, según lo que está profetizado, pondrán a prueba la fe de los escasos cristianos (Lc 18:8) que hayan permanecido fieles hasta entonces. Todo lo cual ocurrirá en un momento por ahora imposible de conocer (Mt 24:36), pero probablemente ya cercano al que actualmente vivimos los cristianos (1 Cor 7: 29–31).
Ahora bien, ¿puede decirse que los acontecimientos que en estos momentos están afectando a la vida de la Iglesia, como también a la de la Humanidad, poseen la suficiente envergadura para considerarlos como los que habrán de ocurrir en los Últimos Tiempos, o al menos como los que marcarán su comienzo?
Y la respuesta más razonable es, por supuesto, la de que no lo sabemos. Sin embargo, las tribulaciones y asaltos que en estos momentos está sufriendo la Iglesia, que la han conducido a la mayor crisis de su Historia, son de tan extraordinaria gravedad que hubiera sido imposible imaginarlos hace aproximadamente sesenta años. Se podrá discutir todo lo que se quiera acerca de si tales acontecimientos son los propiamente señalados para suceder en los Últimos Tiempos…, aunque resulta difícil pensar, en el caso de que no sea así, en la manera en que podrían ser superados por los que habrían de venir después.
Puede decirse, por lo tanto, que se trata efectivamente de una hipótesis a la que no es posible prestar plena adhesión, pero que no deja de ser, sin embargo, otra circunstancia más que apunta hacia la identificación del Papa Francisco con Pedro Romano.
La gravedad de tales acontecimientos aumenta si se considera, no solamente que suelen pasar desapercibidos, sino que son calificados además como el triunfo de una línea de progreso que ha mejorado notablemente la vida de la Iglesia —la Primavera eclesial—. Lo cual sucede mientras la Esposa de Cristo lucha para desenvolverse en un ambiente letal de paganismo, incredulidad, corrupción generalizada, general apostasía, mentira institucionalizada en todos los órdenes…, y hasta de burla constante de Dios. Nunca Satanás podía haber esperado que la difusión de la herejía modernista le iba a proporcionar semejante triunfo, que además posee todos los visos de estar a punto de acabar con la Iglesia Católica.
Ya hemos dicho, y lo seguimos manteniendo, que nos estamos moviendo dentro del terreno de las hipótesis. De donde se desprende que aquí no se pretende dar nada como definitivamente demostrado. Sólo intentamos hacer ver que, tanto la Profecía de San Malaquías como la atribución del mote de Pedro Romano (correspondiente al último Papa) al Papa Francisco, no pueden ser cosas desechadas a la ligera.
Por otra parte, no debe olvidarse que aquí se está hablando exclusivamente de la Profecía de San Malaquías —a la que también hemos considerado como profecía privada, aunque de carácter serio— sin pretender parangonarla ni contrastarla con ninguna de las que integran la nube de profecías, revelaciones, apariciones y visiones que, como las moscas en tiempo de verano, pululan dentro de la Iglesia en estos momentos. Acerca de las cuales los cristianos harían bien en recordar que tal cosa es lo que siempre suele suceder en épocas de grandes crisis como la actual, y que ninguna de ellas, a excepción de Fátima y Lourdes justamente bendecidas por la Iglesia, ofrecen garantía alguna de credibilidad.
Igualmente decimos, dentro de este contexto de posibilidades sobre el que estamos elucubrando, que se podrá discutir todo lo que se quiera acerca de si los acontecimientos que actualmente afectan a la Iglesia y al mundo se parecen o no a los que habrá de sufrir la Humanidad en los Últimos Tiempos, o en sus proximidades. Pero, a no ser que se quiera negar toda evidencia, hay dos hechos a este respecto que están ahí, para cualquiera que quiera ver:
a) Que la situación actual del mundo es un polvorín a punto de estallar y con el que puede ocurrir cualquier cosa.
b) Que la persecución que la Iglesia está sufriendo en el momento actual es la mayor que ha padecido en la Historia, superando en mucho a las sufridas en la época del Imperio Romano. Los cristianos que son masacrados cada día tanto en África como en Asia son innumerables. En cuanto al llamado mundo de la civilización occidental (en el que podemos considerar a Europa y a las dos Américas), la ofensiva desencadenada contra él por todas las ideologías anticristianas (racionalismo, inmanentismo, existencialismo, historicismo, marxismo, y sobre todo por el modernismo como abarcador de todas ellas según San Pío X), con el único fin de acabar de una vez con todos los valores cristianos, ha adquirido una ferocidad rayana en lo diabólico. Con otra agravante más, sin embargo, pero que cobra extraordinaria importancia, cual es la de que el punto álgido de la persecución contra los cristianos está situado esta vez dentro de la misma Iglesia, pues son los mismos que se llaman cristianos los que con mayor intensidad están persiguiendo a los pocos que todavía se mantienen fieles a la Doctrina de la Fe y que despectivamente son llamados tradicionalistas (como si el término tradicionalista no fuera inherente al de cristiano).
Con respecto a este último punto, y siempre dentro del terreno hipotético en el que hablamos —¿habrá que repetirlo de nuevo?—, resta añadir que resulta difícil descartar el papel decisivo que el Papa Francisco parece estar desempeñando en la puesta de trabas y dificultades a los cristianos tradicionalistas y, en general, a todo lo que suena a Tradición dentro de la Iglesia.
Y sin embargo queda un hecho fundamental indiscutible y ahora ya fuera de toda hipótesis, cual es el de que una Iglesia no fiel a la Tradición no puede ser la verdadera Iglesia.
Uno de los principales logros conseguidos en la que parece ser la Batalla Final contra la Iglesia, y del que jamás nadie habla, se refiere a la abolición del precepto divino de la indisolubilidad del matrimonio. Al cabo de veinte siglos de defender lo contrario, la Iglesia parece estar dispuesta, no solamente a amparar el divorcio mediante la alegación de razones que rayarían con el ridículo de no ser porque suponen una burla al Derecho divino, sino a dar al traste con toda la doctrina tradicional sobre la familia y la peligrosa y atrevida admisión a la Eucaristía —de Dios nadie se ríe, decía San Pablo— de quienes carecen de las debidas disposiciones, haciendo caso omiso de todas las prescripciones del Derecho divino.
Sin embargo, cuando las exigencias de adecuación al Mundo y el deseo de no parecer anticuados son más importantes que la guarda de la Ley de Dios —Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre— (Mt 19:6; Mc 10:9), y además se proclaman como un triunfo del progreso, sin tener en cuenta las previsibles consecuencias de la destrucción de la Familia y aun de la Fe de la multitud de los fieles…, cuando las cosas han llegado a ese punto, resulta difícil negar que andamos cerca del Final del camino.
Más transcendencia tiene, dentro de este abanico de acontecimientos, la sustitución de la Misa Tradicional por la promulgada por el Papa Pablo VI y conocida con el nombre de Novus Ordo. Un hecho que se torna especialmente grave cuando se considera el empeño de la mayor parte de la Jerarquía por abolir la Misa Tradicional, a pesar de que su actual vigencia legal para la Iglesia universal no ofrece ninguna duda (las Leyes que amparan su actual vigencia y facilidades para celebrarla, sin necesidad de permisos o autorizaciones de cualesquiera Jerarquías, están siendo absolutamente ignoradas).
En realidad no cabe discutir la legitimidad y validez del Novus Ordo, al que la Iglesia considera como el Rito propio u Ordinario de la Misa, a diferencia del utilizado en la Misa Tradicional y que es llamado Rito Extraordinario. A pesar de lo cual, es necesario tener en cuenta —bien que brevemente— dos advertencias a las que no es posible dar de lado:
En primer lugar, la Misa Tradicional es la que expresa adecuadamente la idea del Sacrificio propiciatorio, de la inmolación de Jesucristo Víctima, de la posibilidad para el cristiano de compartir a través de ella la Muerte de su Señor, de la clara diferenciación del sacerdocio ministerial con respecto al sacerdocio común de los fieles, etc., etc. La Iglesia la ha venido celebrando prácticamente por veinte siglos.
En segundo lugar, es de advertir que todas esas características han desaparecido prácticamente de la misa del Novus Ordo. La cual viene a ser un trasunto, casi una copia de la Misa protestante redactada por el Arzobispo anglicano Cranmer (primer Arzobispo anglicano, quien junto con Cromwell y la Reina Isabel I, consumaron el proyecto cismático del rey Enrique VIII y la entera abolición del Catolicismo en Inglaterra), como queda corroborado por el hecho de que los mismos formularios son celebrados hoy día en el culto anglicano y en el católico. Por otra parte, los católicos suelen ignorar que la Comisión redactora del Novus Ordo estuvo integrada por diez expertos de los que siete eran protestantes. Solamente los tres restantes eran católicos, si es que se puede hablar así si se tiene en cuenta que uno de ellos —precisamente el Presidente de la Comisión— pertenecía a la Masonería.
Otro exponente de la grave situación de crisis por la que está atravesando la Iglesia es la absoluta pérdida de confianza de la mayoría de los fieles en el Magisterio, unida al desprestigio total de la Jerarquía. A partir del Concilio Vaticano II, las aparentes discrepancias entre el actual y el que podríamos llamar Magisterio perenne de la Iglesia, se han ido acentuando a pesar de los esfuerzos de los Papas Conciliares por mantener lo contrario. Es digna de especial mención, a este respecto, la teoría de la hermenéutica de la continuidad, elaborada por Benedicto XVI, pero que nunca logró arraigar en el conjunto de la Teología católica ni en el común de los fieles, dadas las contradicciones que constantemente mostraba en todos los cuerpos doctrinales, incluidas las obras de Benedicto XVI cuando era Cardenal Ratzinger y que nunca fueron corregidas siendo ya Papa. Y puesto que no es éste el lugar de llevar a cabo un estudio histórico del problema, baste decir ahora para resumirlo que los años postconciliares han presenciado la división de los católicos en multitud de facciones que se podrían agrupar principalmente en dos: la de los tradicionalistas y la de los progresistas, con indicios de que las diferencias se irán ahondando cada vez más y con el peligro, más alarmante a medida que pasa el tiempo, de que todo acabe en un cisma que desgarre la Iglesia o lo que queda de Ella.
El desprestigio de la Jerarquía ha alcanzado cotas cuya altura se ha manifestado particularmente con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Río de Janeiro (Brasil) en el año 2013. El ridículo espectáculo de la samba brasileña, danzada en la Misa de clausura por los Obispos revestidos con ornamentos sagrados y delante del Papa, dirigidos por un coreógrafo homosexual experto en espectáculos incluso pornográficos, no hizo sino poner la guinda final a una Jerarquía cada vez más refractaria a los principios de autoridad y de obediencia y menos dispuesta a mantener la Doctrina y la Moral que la Iglesia ha predicado y defendido durante siglos.
A la confusión, cada vez mayor, reinante entre los católicos contribuyeron no poco los llamados Encuentros de Asís. A los que hay que añadir el cambio fundamental del concepto de la Católica, Santa y Verdadera Iglesia, único y exclusivo instrumento de salvación —según se mantuvo durante siglos—, por el de apertura a todas las Iglesias en las que cualquiera se puede salvar, según se proclama ahora. Sin duda que ha sido este último el factor que ha demostrado contener mayor potencial de desintegración, con efectos retardados y devastadores que han impactado en una población cada vez más confundida y que da muestras de no saber adónde ir; o que ha optado por renunciar a todo y no ir a ninguna parte, como puede comprobar cualquiera que sepa estar atento a la realidad.
Luego está lo de la General Apostasía. La cual ofrece un aspecto externo y otro interno.
En cuanto a lo externo, se podría elaborar una interminable lista de miles de sacerdotes y de religiosos, todos ellos en franca huida. Secularizados, abandonado el celibato y, en la mayoría de los casos, también la Fe. Y lo mismo con respecto a los religiosos y monjas: conventos y clausuras desiertos y cerrados, rebelión contra la Jerarquía y noviciados completamente vacíos. Con respecto a los Seminarios y Facultades de Teología, nada hay que decir sino que, en lo poco de ellos que todavía queda, se enseña de todo menos Teología Católica. Por lo que hace a la Moral vivida por el conjunto del Mundo Católico, es mejor no aludir a las espeluznantes y negativas estadísticas de asistencia a Misa, práctica de Sacramentos, Moral sexual y matrimonial, etc., etc.
Si nos referimos al aspecto interno, el panorama que se ofrece a la vista es aún peor. Una gran parte del Orbe Católico, incluida la mayoría de la Jerarquía, ha dejado de creer en la divinidad de Jesucristo, en la virginidad de María, en la validez de los sacramentos, en la inmutabilidad de los Dogmas (que ahora han quedado reducidos a meros productos del entendimiento humano y sujetos a la banalidad de las circunstancias históricas). Se trata de un mundo que tampoco cree en la verdad de los Santos, en la infalibilidad de la Iglesia, en la realidad del pecado, en la existencia de la Ciudad del Eterno Llanto…, ni mantiene la Esperanza en una Patria y en un Mundo mejor con respecto a los cuales el hombre confiaba antes en que iba de camino para alcanzarlos. Nada tiene de extraño que apenas si sea ya conocido el sentimiento de la Alegría Perfecta, solamente capaz de ser producido por un Verdadero Amor al que, por supuesto, ya nadie conoce ni tampoco desea.
Y aquí damos por terminadas las divagaciones acerca del lema que, según San Malaquías, corresponderá al Pontífice que cerrará la Historia de la Iglesia y del Mundo. Con la obligada conclusión final de que solamente Dios sabe con certeza si el Papa Francisco es realmente Pedro Romano. Por nuestra parte, no nos hemos atrevido a asegurar que lo sea, y más bien nos hemos limitado a intentar demostrar que la hipótesis de que ambos son la misma persona no debe ser rechazada alegremente, puesto que goza de tantas razones de credibilidad como las que defienden lo contrario.
De todos modos, los síntomas que hemos bosquejado acerca de la crisis que padecen la Iglesia y del Mundo son ciertos y fundados en la realidad. A lo que habría que añadir la seria advertencia de que lo aquí descrito no es sino la punta del iceberg: Pero todo esto es el inicio de los dolores (Mt 24:8). Sin olvidar tampoco la dura realidad de que no todo se puede decir, puesto que así lo impone la necesaria discreción en momentos como éstos en los que se cierne la persecución: La casa se construye con la sabiduría, y se mantiene en pie con la prudencia, según decía ya el Libro de los Proverbios (Pro 24:3).
Tales señales serán las que han sido proféticamente anunciadas para el fin de los Tiempos…, o tal vez no lo serán. Pero es indudable que, en este último caso, son al menos el comienzo de los acontecimientos que han de producirse, como claramente se desprende de la extrema gravedad de los hechos. La cual es suficiente para que podamos imaginar, siquiera sea de alguna manera, lo que le va a sobrevenir a la Iglesia y al Mundo: Habrá entonces una gran tribulación, como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá. Y de no acortarse esos días, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos esos días se acortarán (Mt 24: 21–22). Y las palabras son del mismo Jesucristo.
Por supuesto que tanto la Iglesia que sueña con una Iglesia Universal unificadora de todas las religiones, a la par de un Mundo que también suspira por una Autoridad Global que gobierne a todos los habitantes de la Tierra —y hay que tener en cuenta que se trata de un mismo sueño en uno y otro caso, alentado por la misma falsa sabiduría y dirigido por los mismos Poderes—, están ambos abocados al más estrepitoso de los fracasos y a un castigo que supera a cualquier imaginación humana.
De todos modos, tanto si estamos ya ante los Últimos Tiempos como si no ha llegado todavía ese momento, el Mal sigue avanzando inexorablemente mientras prepara la aparición del Hijo de Perdición. Mientras tanto continúan discutiendo los progresistas y los tradicionalistas acerca de la ortodoxia de tal o cual Doctrina, si es conforme o extraña a la Tradición, o si determinada hermenéutica de continuidad no será más bien de ruptura. A lo que hay que añadir que muchos teólogos, y hasta miembros de la Jerarquía, se dedican a cuestionar la mayoría de los Dogmas (aprovechando la coyuntura de saberse amparados por una total impunidad), por lo que nada tiene de extraño que se vaya extendiendo la confusión entre los fieles ni que siga aumentando el número de los que vacilan y abandonan. Con lo que el Modernismo ha logrado uno de sus más ansiados objetivos, pues no le interesa tanto la negación rotunda de los dogmas cuanto sembrar la duda sobre ellos.
Así fue como repentinamente, sin que al parecer nadie lo hubiera advertido, un día despertó la Iglesia para encontrarse a Sí misma transformada en modernista, tal como alguna vez dijo de Ella San Jerónimo refiriéndose al arrianismo. Un cambio que ha afectado a millones de católicos que, sin embargo, no se han enterado del suceso.
Lo cual, como era de esperar, niegan los modernistas, salvo que se quiera admitir que, si bien ha existido un cierto cambio, su efecto no ha sido otro que el de mejorar sustancialmente a la Iglesia y devolverla a un estado más próximo al de sus orígenes. También las más Altas Jerarquías de la Iglesia proclaman con energía que, tanto en lo que respecta a las enseñanzas del Magisterio como en lo que atañe a la disciplina y vida de la Iglesia, no ha existido otra cosa que un desarrollo en la continuidad y una línea ascendente de mejora en la situación eclesial, aunque salvando siempre la esencialidad de la Institución y mantenida la inmutabilidad que, ya en el siglo V, exigía para Ella San Vicente de Lerins ante la posibilidad de cualquier cambio.
Teorías a favor y teorías en contra, acusaciones y discusiones en uno y otro sentido, opiniones contradictorias según las diversas ideologías y las diferentes tendencias…, todo un batiburrillo donde la Iglesia, que fue algún día Fuente de unidad y de santidad, se ha convertido en un campo de Agramante en el que cada uno de los diversos grupos cree tener la exclusiva de la Verdad, a falta de un factor común y de una mano firme capaz de reunir a las ovejas en un solo rebaño con un solo pastor.
La Iglesia Modernista sigue hablando con descaro de Primavera Eclesial y de la vuelta a la pureza de los orígenes, una vez desmanteladas y anuladas todas las estructuras que, a lo largo de los siglos y siempre según ella, han ido ahogando y apagando el Espíritu. A lo que añade también la necesidad de adecuarse al Mundo moderno, de adaptarse a las modernas filosofías y de ubicar los dogmas a la altura de la racionalidad humana a fin de hacerlos accesibles al hombre de hoy. En este último sentido, ni siquiera ha vacilado en cambiar la Moral cristiana, tal como fue promulgada y salida de la boca del mismo Jesucristo, por un extraño sentido de adaptación al pensamiento moderno. Sentido de adaptación que tampoco ha dudado en utilizar conceptos eminentemente cristianos —como el de misericordia— para intentar burlar la Ley divina.
La triste verdad, sin embargo, es que los hechos están ahí, duros como el sepulcro (Ca 8:6), sin que nadie pueda negarlos. Y la realidad de lo que ahora puede verse, como decía el poeta Rodrigo Caro, no es otra cosa que los campos de soledad, mustio collado que un día fueron Itálica famosa y ahora, con inmenso dolor, son el único objeto de la contemplación de Fabio. Y es que, en efecto, la Iglesia será siempre la misma, puesto que no puede perecer, pero sin duda que es diferente de la que existió hasta el Concilio Vaticano II. Por más que las nuevas generaciones no puedan imaginarla porque jamás llegaron a verla.
Pero, ¿cómo es posible que alguien pueda pretender que la Iglesia de la Gran Apostasía sea más auténtica que la que durante veinte siglos luchó contra las herejías? ¿A tanto han llegado el poder de la seducción y la claudicación humana, como para que se pretenda imponer al conjunto de los fieles que piensen que es blanco lo que a la vista está que es negro, o que admitan que es negro lo que están contemplando como que es blanco?
¿Que algunos se ven forzados a vivir de la nostalgia y a sentirse abrumados entre sollozos y llanto…? ¿Y cómo podría ser de otra manera…? Esos que lloran ciertamente saben que la Iglesia está ahí, puesto que es indefectible y las Puertas del Infierno no pueden vencerla (Mt 16:18). Lo cual, siendo tan cierto, no puede ser obstáculo para que a veces sea difícil reconocerla y encontrarla. Como si, al igual que el Esposo de El Cantar, también Ella hubiera desaparecido, siquiera sea momentáneamente, de la vista de quienes forman parte de Ella y son su Cuerpo (Ca 3: 1–3):
En el lecho, entre sueños, por la noche, busqué al amado de mi alma, busquéle y no le hallé. Me levanté y recorrí la ciudad, las calles y las plazas, buscando al amado de mi alma. Busquéle y no le hallé. Encontráronme los guardias que hacen la ronda en la ciudad: ¿Habéis visto al amado de mi alma?
Y así, igual que la esposa buscaba al Esposo por la noche, lo mismo hace el amante hijo de la Iglesia. Por la noche, ciertamente, porque todo parece indicar que se ha cernido la oscuridad sobre el mundo y ya nadie puede trabajar (Jn 9:4). Y es una búsqueda ansiosa entre sueños porque todo en ella se asemeja a una pesadilla, mitad realidad y mitad lúgubre fantasía, de la que a toda costa se desea despertar.
Ocurren hechos en la Historia de la Salvación que generalmente pasan desapercibidos. En parte por la misma grandeza de los sucesos y en parte también por las mismas limitaciones de la naturaleza humana, que no da más de sí una vez que ha llegado a cierto punto. Sin embargo todo está previsto en el Plan de Dios, permitido y preparado por Él para el bien de los elegidos. Solamente el hombre espiritual es capaz de comprender, al menos hasta cierto punto, la mente de Dios (1 Cor 2:16), hasta llegar a conocer, conducido por el mismo Espíritu, la verdad completa y el verdadero sentido de todo lo que le rodea (Jn 16:13).
Negarse a reconocer las responsabilidades de un cargo, o tratar de rechazarlas, lejos de ser una prueba de humildad o de grandeza de ánimo, más bien proporciona motivos para pensar lo contrario. Aunque el Papa Francisco parece no querer reconocerse como Pedro, el lema de San Malaquías se muestra decidido —curiosidades y misterios de la Historia— a encasquetarle el nombre para convertirlo, quieras que no, en el único Papa de la Historia que ha llevado el nombre del Príncipe de los Apóstoles.
Por el contrario, el Papa Francisco insiste en que es el Obispo de Roma. Lo cual, como todo el mundo sabe, es absolutamente cierto. Aunque de todos modos resulta extraño su empeño en resaltar tal condición de Romano, como si deseara enfatizar este segundo nombre, a fin de poner en un segundo plano al del Príncipe de los Apóstoles. Y es entonces cuando extrañamente de nuevo interviene el lema, de tal manera que alguien quizá preguntaría: Pero, ¿por qué? ¿Y con qué objeto? ¿Tal vez para llamar la atención acerca de ese énfasis, al parecer intencionado, y denunciar la existencia de alguna oculta intención? Difícil saberlo. Es lo cierto, sin embargo, que es precisamente esa divisa la que hace aparecer el nombre de Petrus, por primera y última vez en la lista de Papas que han jalonado la larga historia de la Iglesia. ¿Obispo de Roma? Ciertamente que sí, aunque también sucesor de Pedro y Papa de toda la Iglesia: Petrus Romanus, el último de los que gobernarán la Iglesia, según la relación de San Malaquías, una vez llegado el fin de los Tiempos.
Ni el lenguaje profético ni el de la Revelación son enteramente ajenos a la ironía, como puede comprobarse fácilmente acudiendo a los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento. Cuando los hombres se empeñan en escribir la Historia con sus propios renglones torcidos, a fin de adaptarla a sus deseos, Dios se complace en utilizar tales renglones para redactarla de la forma co–recta, tal como ha sido delineada por sus designios: No os engañéis: de Dios nadie se burla (Ga 6:7). La ironía de buena voluntad —como es la de nuestro caso— es un instrumento de comunicación, propio de los seres racionales, motivado ordinariamente por dos sentimientos: uno pedagógico, cuya principal intención es la de enseñar, y otro de burla, con carácter punitivo a la vez que curativo.
Pero la equiparación de algunos gestos del Papa Francisco con otros también peculiares de San Pedro no termina aquí. La semejanza de las formas de proceder del primero con algunas muy sobresalientes y conocidas del segundo —que ponen en evidencia un paralelismo de caracteres en diversos y variados puntos— sobrepasan lo imaginable. Circunstancia que puede dar pie para pensar que ha sido aprovechada por el texto profético de San Malaquías a fin de hacer hincapié, quieras que no, en la condición petrina del Papa Francisco. Dicho esto, ya podemos relatar que, según una tradición bien asentada, y una vez desatada la persecución de Nerón, San Pedro se dejó convencer de la necesidad de ocultar su presencia y de esconder el ejercicio de las facultades de su cargo como Jefe de la Iglesia. Por lo cual trató de abandonar la capital del Imperio, dando lugar con ello al entrañable episodio —¿leyenda o realidad?— del Quo vadis, Domine?
Sin embargo, según cuenta la Leyenda, la respuesta que obtuvo San Pedro en las admonitorias palabras Voy a Roma, a morir por segunda vez, fue suficiente para dejar bien claro que un Pastor del Rebaño de Jesucristo no puede privar a las ovejas que le han sido encomendadas del consuelo de su presencia personal como tal Pastor, ni mucho menos hurtarles los cuidados que está obligado a prestarles por razón de su cargo. Es indudable que el primer deber de un Pastor para con sus ovejas es el de estar dispuesto a conducirlas y a marchar delante de ellas, sin privar al Rebaño de la confianza y seguridad que solamente de él puede obtener, a través de su presencia y de sus amorosos cuidados.
Y tal parece como si la intención del Papa Francisco al tratar de difuminar el papel del Papado como Poder Monárquico y Supremo en la Iglesia, no fuera otra que la de reforzar la idea de la colegialidad en el Gobierno Eclesial. De ser así, el problema queda de todos modos intacto en la medida en que afecta a la constitución divina de la Iglesia y a la situación de los fieles, además de que no corresponde tratarlo aquí.
Sucede con los grandes hombres algo tan obvio como fácil de olvidar: que no por ser grandes dejan de ser hombres. De ahí que, por lo general, ofrezcan el aspecto de ser un conglomerado de virtudes y defectos, en el que predominan unos u otros según la talla del personaje y el momento histórico en que se desenvuelve su vida. En este sentido, no hay sino reconocer que San Pedro es uno de los humanos más singulares que han pasado a la Historia: contiene en su haber el suficiente bagaje de actos generosos y heroicos, junto a otros que denotan cobardías y hasta lamentables traiciones. Afortunadamente, lo que verdaderamente importa aquí es la respectiva dosificación de acciones buenas o malas y, sobre todo, el momento preciso de la vida en que son realizadas, que es lo que califica al gran hombre como genial o como villano según el antes o el después en que sus obras son llevadas a cabo. Respecto a quienes los contemplan y tratan de imitarlos, la clave consiste en saber copiar sus virtudes y hacer caso omiso de sus defectos, que es lo que sucede cuando existe nobleza de alma en los seguidores y admiradores; o por el contrario, en hacer de sus defectos norma de la propia vida, en el caso de que predomine en ellos la mezquindad.
En este sentido, un hecho sucedido en los tiempos apostólicos, conocido como el incidente de Antioquía y que tuvo como principales actores a San Pedro y San Pablo, es altamente aleccionador. Lo cuenta el mismo Apóstol de los Gentiles en su Carta a los Gálatas: Pero cuando vino Cefas a Antioquía, cara a cara le opuse resistencia, porque merecía reprensión. Porque antes de que llegasen algunos de los que estaban con Santiago, comía con los gentiles; pero en cuanto llegaron ellos, comenzó a retraerse y a apartarse por miedo a los circuncisos. También los demás judíos le siguieron en el disimulo, de manera que incluso arrastraron a Bernabé al disimulo. Pero, en cuanto vi que no andaban rectamente según la verdad del Evangelio, le dije a Cefas delante de todos: “Si tú, que eres judío, vives como un gentil y no como un judío, ¿cómo es que les obligas a los gentiles a judaizarse?” (Ga 2: 11–14).
De donde se desprende que San Pedro no tuvo reparos en confraternizar con unos o con otros según las conveniencias del momento, aparentando preferencias con los judaizantes en lugar de proclamar claramente la absoluta prioridad de la fe en Jesucristo. Con lo cual, al menos en cierto modo, faltó a la fidelidad debida a los cristianos provenientes de la gentilidad.
El caso del Papa Francisco, aun manteniéndose en la misma línea, va sin embargo mucho más allá, puesto que ya no se trata ahora de una mera apariencia de preferencias, sino de una sincera y abierta simpatía hacia los judíos y musulmanes a quienes gustosamente llama hermanos. Aunque tal sentimiento vaya acompañado, por inexplicable paradoja, de una extraña repulsa hacia los católicos que se empeñan en ser fieles a la Tradición de la Iglesia.
Conclusión
Durante muchos siglos, los incesantes embates del Enemigo contra la Iglesia acabaron estrellándose contra la Roca sobre la cual está edificada. Las herejías fueron fácilmente extirpadas, y en cuanto a los cismas terminaron siempre por quedar claramente delimitados, calificados y contenidos de tal forma que todo el mundo sabía a lo que atenerse.
Al menos así sucedió hasta mediados del siglo XX, coincidiendo aproximadamente con la muerte de Pío XII.
Pero Juan XXIII, nada más ser nombrado Papa, ordenó abrir las ventanas del Vaticano. Con lo cual, además de dejar a sus Predecesores (hasta ahora habían sido de feliz memoria) en una situación no demasiado brillante, obtuvo un resultado parecido a lo que se cuenta sobre la historia de la caja de Pandora. Si fue aire fresco, o fue tal vez otra cosa lo que entró a través de las ventanas, nadie sabría decirlo con exactitud. Aunque pocos años después fue precisamente otro Papa —Pablo VI, de quien es de suponer que tendría razones para saber de lo que hablaba— quien dijo que lo penetrado a través de ellas no fue otra cosa que el humo de Satanás. Lo que no tiene nada de extraño si se piensa que, después de todo, es lo que suele suceder cuando se hacen funcionar los sistemas de ventilación en medio de una atmósfera y de un ambiente sobrecargados de miasmas; o cuando se abren las ventanas sin cerciorarse primero de la clase de vientos que soplan en el exterior, que hasta podrían ser huracanados.
Desgraciadamente, el ambiente que se respiraba en Europa hacia la mitad del siglo XX estaba demasiado saturado de sustancias en descomposición.
En los momentos actuales —segunda decena del siglo XXI— la Iglesia está siendo atacada con mayor ferocidad que nunca. Con la novedad de que ahora está sucediendo desde dentro de la propia Roca sobre la que fue erigida. La Piedra inamovible, base y fundamento que habría de asegurarla para siempre contra cualquier intento de destrucción, está sufriendo en este momento gravísimas acometidas por parte de Alguien o de Algo que ansía derribar todo el Edificio que se sustenta sobre ella. Y la operación posee todas las trazas de lograr el éxito que pretende.
Con respecto a lo cual, si hay quien se encuentre dispuesto a establecer un paralelismo entre los ataques sufridos por el Papado a lo largo de toda una Historia de veinte siglos, y la gravedad de los que actualmente están siendo dirigidos contra el Bastión de Pedro, o bien desconoce la Historia de los hechos pasados, o bien padece ignorancia acerca de la Historia de los actuales.
El Enemigo ha logrado penetrar en la Fortaleza —también es frase de Pablo VI— y ahora está centrando la fuerza de sus ataques contra la misma Base y Fundamento que la sustentan. Que es lo mismo que decir sobre el Papado. Mientras tanto, todo parece indicar que ninguno de los Papas postconciliares ha dado muestras de ofrecer resistencia. A no ser que se quieran tener en cuenta, como algunos buenistas pretenden hacerlo, algunos tímidos intentos de Benedicto XVI que comparados, sin embargo, con el conjunto de su actuación como Papa, quedan reducidos a lo mismo que queda de un azucarillo cuando se disuelve en un vaso de agua.
Y aquí no vamos a hablar —son cosas demasiado conocidas— de la eliminación de los emblemas e insignias papales, de la supresión de la tiara y de la silla gestatoria, de la desaparición del Anillo del Pescador, de la sustitución del Trono de San Pedro por una silla, etc., etc.
Pero lo curioso del caso es que tan radical supresión de símbolos ha venido acompañada, por contraposición y como por paradoja, por un abuso del simbolismo cuando se refiere a verdades doctrinales que la Teología progresista no quiere admitir.
Hasta el punto de que es justamente a eso a lo que a menudo queda reducida toda la Teología: Los dogmas, por poner el ejemplo más importante, quedan reducidos para el Modernismo a meros símbolos de los sentimientos religiosos que el hombre experimenta en cada momento histórico. Con lo que se ha llegado a cosas tan extraordinarias como el hecho de que la Eucaristía, por citar otro impresionante caso, ha sido sustituida en la Doctrina y Pastoral postconciliares por lo puramente simbólico (si alguien lo duda, vea en lo que ha quedado el Sacramento en la práctica ordinaria de los fieles, tanto sacerdotes como laicos).
Viajar a la isla de Lampedusa, por ejemplo, y celebrar la Misa con un cáliz expresamente hecho para el caso con madera procedente de restos de barcos, puede ser una señal de pobreza y de solidaridad con los desgraciados. Pero sin duda que es más convincente y atractivo —¡oh la belleza de la naturalidad!— arribar a Lampedusa y utilizar el mismo cáliz con el que se celebra la Misa todos los días. Y todo ello sin más preámbulos, declaraciones, adornos u otros aditamentos. Pues, como todo el mundo sabe, la verdadera Pobreza nunca se proclama a sí misma, una vez demostrado que, en realidad, cualquier acto humano que pretenda fundamentarse en la sobrenaturalidad, pero que no vaya acompañado a la vez de una sincera naturalidad, más que un acto humano propiamente, se convierte en un acto puramente circense.
La Teología postconciliar rechaza los signos cuando le conviene. Aunque luego los utiliza con profusión y precisamente en las cosas más fundamentales, dando así lugar a que el parecer prevalezca sobre el ser, tal como lo exige la filosofía inmanentista. Si la Celebración Eucarística, por continuar con el ejemplo más importante, es un mero símbolo de solidaridad entre los hombres, pero no es el Sacrificio y Muerte del Señor ni contiene el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, en realidad es un mero simbolismo que tampoco significa nada.
Por supuesto que los ataques contra la Roca están todos destinados a estrellarse en vano, gracias a la promesa de Jesucristo: Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos (Lc 22: 31–32).
Sin embargo, conviene tener en cuenta que esta garantía no es perpetua. Pues sólo tiene asegurada su duración hasta que se inicien los Momentos Finales, cuando solamente permanecerán el amor y la fidelidad a Jesucristo en aquellos que serán los elegidos:
Cuando veáis la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, sentarse en el lugar santo… (Mt 24:15).
O las otras palabras, también pronunciadas por Jesucristo, y que son quizá las más terribles de las contenidas en el Nuevo Testamento:
Pero cuando venga el Hijo de Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
La perenne batalla contra la Iglesia alcanzará su culminación en el Asalto Final contra la Roca. El cual es evidente que ha comenzado ya, como puede comprobar cualquiera que tenga ojos para ver.
Pero el Asalto definitivo a la Roca con la consiguiente Apostasía de la Iglesia Universal no hubiera tenido lugar jamás, ni gozar de la menor oportunidad de éxito, sin el consentimiento de lo Alto. Sin embargo, Dios dará en aquellos momentos licencia y poder al Enemigo para hacer la guerra contra los santos y vencerlos (Ap 13:7).
Y sucede que todos los síntomas que apuntan hacia el final de la Batalla son favorables al Enemigo, con el terrible resultado que parece previsible. Lo cual quiere decir, para quien tenga entendimiento, que los momentos actuales por los que está atravesando la Iglesia, y pese a la extraña inoperancia y absurda indiferencia de sus fieles, serían más que suficientes para inquietar a cualquiera.
¿Coincidirá la figura del Papa Francisco con la de el Pedro Romano anunciado por San Malaquías?
Y todo parece indicar que sí.
O tal vez no, en cuyo caso le quedará a la triste Humanidad la confianza en un nuevo y verdadero Amanecer, presidido por la que es Madre de toda la Iglesia, la Virgen María, la Mujer que al fin aparecerá vestida del Sol, la Luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12:1). La misma que será para los fieles su única y verdadera Esperanza, mientras dura el tiempo de los dolores y hasta que amanezca la luz del nuevo día:
Y cuando al cabo apareció la Luna ya no hubo oscuridad ni sombra alguna.
Y con esto damos por terminado nuestro estudio sobre Pedro Romano. No sin antes advertir, con vistas sobre todo a los desmemoriados:
Que ya advertimos desde el principio que la Profecía de San Malaquías, aunque universalmente tenida por seria, es una profecía puramente privada, con todo lo que ello comporta en cuanto a la obligación de credibilidad. La Iglesia no la ha aprobado nunca ni tampoco la ha rechazado. Por lo que nadie que no la acepte puede ser tachado de incrédulo ni nadie que le otorgue credibilidad puede ser considerado como crédulo.
Que igualmente habíamos insistido en que aquí nos estábamos moviendo en el terreno de las hipótesis y de las meras especulaciones. En ningún momento hemos dicho que el Papa Francisco sea el Papa que responde al lema de Pedro Romano, limitándonos solamente a afirmar que se trataba de una hipótesis razonable y en modo alguno desechable.
Por lo tanto, y según lo dicho y como ocurre con todas las hipótesis, también ésta queda abierta a toda clase de críticas y de objeciones. Cualquier lector preparado puede sentirse autorizado a opinar y a intentar abrir nuevos campos a la investigación.
Dicho lo cual, sólo nos resta por añadir que la Barca de Pedro continuará su navegar incierto por mares procelosos, conducida de la mano de su último timonel, Pedro Romano. Hasta que llegue el día, cuando todas las esperanzas se encuentren casi a punto de desfallecer, en que aparecerá de nuevo Simón el hijo de Juan, el verdadero Capitán a quien primero le había sido encomendada la Nave y que, en realidad, nunca la había abandonado. Será entonces cuando todos verán con claridad que él, y solamente él, había sido siempre la verdadera Piedra angular, puesta por Jesucristo como Base y Fundamento de su Iglesia, destinada a durar por siempre y hasta el fin de los Tiempos, sin que las Puertas del Infierno lograran jamás su propósito de derribarla. Mientras que Pedro Romano y la Ciudad de las Siete Colinas habrán desaparecido, a fin de ceder el puesto a aquél que había amado a su Maestro más que los demás discípulos (Jn 21:15) y que ahora se aprestaba a entregar de nuevo las llaves de la Iglesia. En un tiempo muy atrás recibidas como Vicario y que ahora ya, en este momento, una vez llegada la Nave al Puerto definitivo de la bienaventurada Eternidad, podía devolver para siempre a su Verdadero Dueño y Señor, Cabeza y Fundador de su Iglesia, Jesucristo, Rey Inmortal por los siglos de los siglos.
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