Homilía pronunciada el 1 de Enero de 1979
Introducción
El evangelio de la misa de hoy nos habla de las bienaventuranzas. Pero como bienaventuranza significa Alegría Perfecta, resulta que el texto de hoy nos trae de nuevo el mensaje de la Alegría. Lo que parece normal cuando se piensa que se trata de la Fiesta de Todos los Santos.
Las bienaventuranzas son como las grandes líneas que señalan el camino del evangelio. Por eso la criatura que lo ha recorrido del modo más perfecto, la Virgen Santa María, cuando alguna vez se ha nombrado a sí misma, lo ha hecho precisamente con ese nombre: Bienaventurada (Lc 1:48).
Y como la Alegría no es sino la otra cara del Amor, como os he dicho ya muchas veces, podemos hablar de las bienaventuranzas como núcleo del evangelio, pues éste no es sino la Buena Nueva del Amor que Dios nos tiene. El evangelio es el anuncio de que Dios nos ha requerido de amores y de que espera ser correspondido, puesto que amor llama siempre a amor. De manera que el evangelio es una formal declaración de amor, con todo lo que lleva consigo una declaración de amor. Por ejemplo: Dios arriesgándose y solicitándonos con su Amor, permaneciendo en actitud de ansiosa espera hasta que le llegue nuestra respuesta; tal como ocurre siempre en las declaraciones de amor.
Quizás pueda interpretarse en este sentido el silencio de Dios en la oración. Donde parece que no hay tal silencio —que sería silencio de ausencia—, sino que Dios, después de habernos requerido de amores, aguarda nuestra respuesta. La aguarda, bien porque nuestra respuesta aún no ha sido dada, o bien porque no ha sido definitiva (Dios no puede admitir sino respuestas definitivas: 2 Cor 1: 19–20). Por lo tanto se trata de nuestro silencio, y no del silencio de Dios. Lo que quiere decir que, en esa especie de contienda o partida de ajedrez que es nuestro combate de amor con Dios (Ca 2:4) es a nosotros a quienes corresponde mover pieza. La verdad es que Dios no deja de responder a quien le ha dado una respuesta definitiva. Con las noches de la oración ocurre lo mismo que con las noches naturales, que no suceden porque el sol se marcha, sino porque la Tierra lo oculta. Dios nos ha hablado y espera ansiosamente nuestra respuesta, de modo que su silencio no es más que la actitud del que está aguardando una contestación y que se le abra la puerta (Ap 3:20; Ca 5:2). Con todo es posible que esto sea verdadero sólo en parte, pues lo cierto es que Dios puede tener otros motivos para permanecer en silencio; y ahí tenemos como prueba, por citar un ejemplo, el abandono que experimentó Cristo en la cruz (Mt 27:46).
Hemos dicho que aquí se trata de una formal declaración de amor por parte de Dios, con todas las características de una declaración de amor. Dios adopta la actitud humilde del que se atreve a solicitar a la persona amada: Si alguno quiere venir conmigo… (Lc 9:23; Mt 16:24); He aquí que estoy a la puerta y llamo… (Ap 3:20). Y otras veces su solicitud se convierte en la tierna súplica del que se expone a todo por el amor:
Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma mía, inmaculada mía. Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de la escarcha de la noche (Ca 5:2).
O el ansia incontenida que le mueve a hablar, y a gritar, con ímpetu imprudente de amor (Jn 7:37). Incluso es a menudo el susurro de las más encendidas palabras de amor, tal como sólo saben hacer los enamorados (Ca 2: 10.13, 2:14, 6:5, 7:7):
Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven… Ven, paloma mía, y dame a ver tu rostro y a oír tu voz… Aparta ya de mí tus ojos, que me matan de amor… ¡Qué hermosa eres, qué hechicera, amada mía!
En realidad la súplica tierna y suave, o la instancia ansiosa y exigente que llega hasta el grito, o el susurro, o el silencio expectante, son diversas formas o momentos de la declaración de amor y de la manera de expresarse los enamorados. Todo lo cual aparece también en la oración, aunque en un grado mucho más elevado: el silencio es más silencioso y ansioso, el susurro es más insinuante, y el grito es más exigente y punzante. La elocuencia expresiva de esos diversos momentos radica más que nada en la intensidad de amor, y no en otra cosa; por eso el susurro, o el mismo silencio, pueden ser más expresivos que otras manifestaciones de amor. En la vida de oración el susurro es más elocuente que el diálogo abierto, del cual se diferencia sobre todo porque apenas si emplea palabras, o bien porque no las emplea y entonces tiene que ser interpretado (en este sentido casi se confunde con el silencio de ausencia), de donde resulta que el susurro solamente puede ser superado por el silencio extático de la contemplación amorosa. La interpretación de ese susurro (pues que apenas si se oye) tiene que referirse unas veces al silencio mismo (y entonces se descubre que no era tal silencio), y otras a los gestos o signos de amor:
Bajando por la vega, en tardes silenciosas y serenas, el dulce aroma llega de lirios y azucenas, al son de una canción que se oye apenas. ! Allí, junto al Amado, en silencio de amor correspondido, estar quise a su lado, y díjome al oído que Él también por mi amor estaba herido.
En cambio el silencio extático no es tanto ausencia de diálogo cuanto comunicación de amor tan intensa que por eso mismo tiene que prescindir de las palabras, pues el silencio extático no es silencio de ausencia, sino al contrario, de abundante presencia.
Las Bienaventuranzas y la Alegría
Hemos dicho que lo sustancioso del Evangelio consiste en el Amor de Dios ofrecido al hombre, como lo demuestran las palabras con las que Jesús acaba el discurso de despedida: Padre, yo les he dado a conocer tu nombre para que el Amor con que tú me has amado esté en ellos, y yo en ellos (Jn 17:26). También el coro del Cantar de los Cantares va entonando tras del Esposo y la esposa: Salid, hijas de Sión, a ver al rey Salomón con la corona que le coronó su madre el día de las bodas, el día de la alegría de su corazón (3:11). Y el Bautista decía: El que tiene esposa es el esposo; el amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra grandemente al oír la voz del esposo; por eso mi alegría es completa (Jn 3:29). En definitiva: los textos sagrados colocan en una misma línea esos grandes temas que son el Amor, los desposorios, las bodas, la esposa y el esposo, la alegría del corazón y la Alegría completa. Pues el Amor produce en nosotros, como fruto primero y más propio, la Alegría (Ga 5:22). La cual no es otra cosa que la conciencia de que el Amor está en nosotros, el sentimiento de que nos ha invadido la plenitud (estamos satis–fechos; la satisfacción no es aún la Alegría, pero es indispensable para que ésta pueda darse) y de que somos contemplados y deseados. Es decir, que la Alegría es también el sentimiento de ser, por fin, re–conocidos. Pues cuando el hombre moderno insiste tanto en que sean reconocidos sus derechos está respondiendo a un deseo íntimo cuya naturaleza profunda desconoce: lo que desea en realidad es ser re–conocido, esto es, contemplado. De donde, según esto, la plenitud no se seguiría tanto del hecho de que el hombre se vea colmado de “cosas” cuanto de que “alguien” se vuelva hacia él y lo contemple en todo lo que es, valorándolo consecuentemente. El hombre necesita que alguien lo vea: es la contemplación (mutua) la que produce el Amor, y con él la plenitud y la Alegría. La verdad es que el Amor no procede de cosas, ni se da en la mediación de las cosas, sino que sólo puede proceder y darse entre personas: como en Dios (si se puede hablar así, pues Dios es todo Amor), en donde el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Es curioso comprobar que la actitud contraria del marxismo a la contemplación es paralela a su negativa a reconocer al hombre como ser verdaderamente personal. Y esa es en el fondo la actitud de todas las filosofías inmanentistas: rechazo de la contemplación, no querer ver el mundo y las cosas como son en sí y en la realidad que tienen y que se impone al hombre, el cual sería entonces el único creador. Las bienaventuranzas son la Alegría porque no consisten en la búsqueda de la bienaventuranza, sino del Amor. La Alegría no se da a los que la buscan, sino a los que solamente importa el Amor; es extrañamente caprichosa, y sólo gusta entregarse a los que, olvidándola, prefieren más bien compartir el destino del Amado: Jesús, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios (Heb 12:2). Proponerse como finalidad de la vida el pasarlo bien es condenarse a no conseguirlo nunca. Observad que la gente se ríe cada vez menos: los jóvenes se creen en la obligación de sentirse angustiados, los niños son más reacios a la risa abierta y a la carcajada, y ya conocemos la extraña tristeza de los marxistas y de los ambientes y ciudades marxistas. Sería interesante, por ejemplo, estudiar la posible relación de lo negativo —motor de la dialéctica hegeliana— y el odio —motor de la lucha de clases— con la ausencia de la Alegría. La civilización materialista ha traicionado al hombre, y especialmente a los jóvenes, al escamotear la cruz. Pues sin sacrificio —en sentido cristiano— queda cerrado para siempre el camino de la Alegría, ya que no hay Alegría sin Amor y no hay Amor sin compartir la existencia del Amado. Por lo cual la civilización que impide que los niños y los jóvenes conozcan el sacrificio y el camino de las bienaventuranzas los condena a que no conozcan la Alegría, Y en este sentido es significativo el hecho de que el catolicismo sociologizante y horizontalista apenas si conoce otra predicación que la de la “denuncia”, que con frecuencia es una predicación crispada, más bien que el anuncio de la buena nueva de la gran Alegría (Lc 2:10).
En efecto, la Alegría es la otra cara del Amor. Pero como el Amor se nos ha dado en Jesús, para nosotros la Alegría no puede consistir sino en ver a Jesús; o mejor, en verlo y ser vistos por Él: De nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría (Jn 16:22). Si cada una de las bienaventuranzas es una promesa de alegría, ello es así porque cada una es un modo de acercarse al Señor. Por ejemplo: los pobres son los que han renunciado a todo y ahora solamente tienen a Jesús. Los mansos y humildes son los que tienen su corazón tranquilo porque lo único que les importa es amar a Jesús y, por Él, a todos los hombres; con lo que consiguen la libertad de espíritu y la verdadera posesión de la tierra: Todo es vuestro; ya sea Pablo, ya sea Apolo, ya sea Cefas; o el mundo, o la vida, o la muerte; o lo presente, o lo futuro, todo es vuestro; y vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (1 Cor 3: 21–23). Los que lloran se sienten consolados porque su llanto procede de la presencia del Amado, o bien por el sentimiento de su ausencia: de todos modos es llanto de Alegría, por ser llanto de amor. Los limpios de corazón son los que le han entregado a Dios su corazón y a cambio han recibido el de Dios. Los pacíficos son los que difunden la paz y la ponen en el corazón de los hombres, lo que pueden hacer porque tienen su propio corazón lleno de paz, precisamente porque lo tienen lleno de Cristo: Él es nuestra paz (Ef 2:14). Y luego los más felices de todos, los misericordiosos, que son los que perdonan siempre porque su Alegría les impide sentirse ofendidos, y porque para ellos no cuentan sus sufrimientos, sino los de Aquel que lo perdonó todo desde la cruz.
Todos ellos, es decir, los pobres, los mansos, los pacíficos, los que lloran, los hambrientos de justicia, son en realidad los que se han enamorado del Señor y lo han dado todo por Él; por eso son pobres, sufridores, mansos, pacíficos, limpios de corazón y hambrientos de justicia. Pues tened en cuenta que la Alegría no viene a nosotros porque seamos pobres, sino porque, al desprendernos de lo que tenemos, nos hacemos capaces de poseer el tesoro que es Jesús (Mt 13:44); tampoco la sentimos porque lloramos, sino porque nuestro llanto es llanto de Amor; ni consiste en tener el corazón limpio, sino solamente porque entonces el corazón se nos convierte en jardín cercado y en fuente sellada (Ca 4:12) a los cuales puede entrar el Esposo:
Voy, voy a mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo; a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche (Ca 5:1).
Las bienaventuranzas son tales porque nos abren el camino para ver al Esposo (Lc 10:23) y para que podamos estar con Él (Ca 2:6), que es en lo que consiste la Alegría. Por eso las bienaventuranzas son la Alegría.
Y la Alegría es la primicia del cielo, el presentimiento de la cercanía del Amado, el llanto por su ausencia. La Alegría está en nuestra pequeñez: cuando no podemos amar más al Amado; cuando nos hemos pasado pescando la noche de nuestra vida y apenas hemos conseguido nada; cuando no hemos llorado bastante; cuando aún no lo hemos dado todo. Y sin embargo allí está la Alegría, junto a nosotros, como patrimonio de pequeños y de débiles, de aquellos que al menos lo intentaron, de los que fueron fieles en lo poco. Pues siendo lo nuestro la pequeñez, eso es lo que podemos ofrecerle a un Dios que nunca buscó en nosotros grandeza alguna, pues le bastaba con la suya. San Pablo se sentía feliz sabiendo que era débil (2 Cor 13:9); y el siervo bueno, que fue fiel en lo poco, pudo entrar en la Alegría de su señor (Mt 25:21). De manera que llegamos a la Alegría a través de un camino que el mundo no comprende, pues nos sentimos felices cuando sabemos que somos pequeños. Yo me siento más feliz cuando me veo más pequeño, y aún más cuando compruebo también que Cristo va creciendo en vuestra vida. Entonces comprendo el dicho del Apóstol, cuando decía que se puede sentir la Alegría de ver que somos débiles y que los demás, por el contrario, son fuertes; y también lo que decía el Señor cuando hablaba de que somos fieles en lo poco, lo que parece significar que solamente podemos ser fieles en nuestra pequeñez.
De ahí que la proclamación de las bienaventuranzas —la proclamación de la Alegría— es en realidad la convocatoria a los pequeños de este mundo: los pobres, los humildes, los que lloran y los que son perseguidos son convocados para la Alegría. Y por eso, decir que el cristianismo predica la resignación a los pequeños de este mundo a cambio de un cielo futuro, por ejemplo, es no haber entendido el evangelio; pues la resignación nada tiene que ver con la Alegría, mientras que las bienaventuranzas son la convocatoria para la Alegría y además aquí y ahora. Se quiere olvidar que, aunque el Reino es escatológico en su plenitud, ha comenzado ahora en nosotros. En cambio sí que es resignación la pretensión del marxismo de que el hombre renuncie a su libertad y dignidad en espera de una sociedad sin clases y sin Estado, que nadie sabe cuándo va a llegar (decir que la libertad se identifica con la necesidad, o con la conciencia de la necesidad, no resuelve el problema; y suponiendo que en todo eso no se trate de un mero juego de palabras). De la resignación marxista a la Alegría cristiana, o del escatologismo marxista al escatologismo del Reino —ya comenzado en nosotros los cristianos—, va la misma distancia que la que existe entre la esperanza en el hombre (y en las promesas del hombre) y la esperanza en Dios (y en las promesas de Dios). Por lo demás, la promesa de la Alegría la hemos visto realizada en los cristianos auténticos, en los santos, mientras que aún estamos por verla en los auténticos marxistas. Ante la Alegría el marxismo tiene que conformarse con la actitud de búsqueda y de espera (suponiendo que se refieran a eso la ausencia de necesidades, la perfecta reconciliación del hombre con la naturaleza, etc., que, según la doctrina marxista, se darán en la futura sociedad sin clases), mientras que nosotros la tenemos ya realizada. Cabe preguntar entonces quiénes son los que predican la resignación. Pues la Espera cristiana —que es una virtud teologal— es una virtud del ya y del ahora, sentido en el cual es lo más opuesta a una utopía —en el sentido moderno, no peyorativo del término— y a una ucronía: es una actitud fundada en la realidad y que abarca realidades presentes y actuales; y, si bien es cierto que es también un “todavía no”, en cuanto que espera y aguarda, ello es así con referencia a una plenitud, pero no a una ausencia de realidades ya comenzadas y capaces de colmar al hombre. Pensar que la Espera cristiana es una mera proyección de promesas para el futuro (como sí lo es en cambio la utopía marxista, la cual ya se sabe lo que puede prometer y lo que da para el aquí y el ahora) es no querer entender el evangelio: el Señor decía que el Reino de Dios está ya dentro de nosotros (Lc 17:21; cfr. 10:9).
Las Bienaventuranzas y la Música
Puede decirse que el sermón de las bienaventuranzas es un Canto a la Alegría. El canto, lo mismo que la música, que suele acompañarle, son el gran esfuerzo del hombre por expresar lo inefable. Ya hemos dicho que las bienaventuranzas son la Alegría y que la Alegría es la otra cara del Amor. Ahora bien, el canto o la música no son sino la voz, el corazón, el ritmo y la armonía, la poesía y la belleza tratando de hablar del Amor y de hablarle al Amor, en un intento de expresar lo inexpresable —lo indecible— y de alcanzar lo inalcanzable. El canto, como la música, significan un intento desesperado para superar al lenguaje hablado, para conseguir que el corazón llegue a expresarse como quisiera hacerlo. Intento destinado al fracaso pero que no deja de ser maravilloso, pues lo que consigue es suficiente para justificarlo. De ahí que puede decirse que la proclamación de las bienaventuranzas es un verdadero canto, o, si se quiere, una canción. No tanto por lo que tienen de ritmo, de refrán que se repite, de contraposiciones en paralelo, cuanto por lo que suponen de increíble esfuerzo para construir, en un lenguaje humano de alta belleza poética, un himno a la Alegría y, por lo tanto, al Amor.
Recordemos que la música y el canto tienen una importante presencia en la Biblia, y que algunos de los personajes más importantes de ella fueron músicos o cantores. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, el rey David cantaba y danzaba delante del Arca de la Alianza, además de componer salmos —o sea, hechos para ser cantados—, los cuales suponen un contenido importante en los libros de la Vieja Ley; y el que es quizás el más bello de todos los libros sagrados, el Cantar de los Cantares, es precisamente un canto; por lo demás, la criatura más importante y excepcional de toda la Biblia, la Virgen Santa María, aparece en ella entonando el maravilloso cántico del “Magníficat.” Los salmos, los himnos, el Cantar de los Cantares, los coros angélicos en la noche de Belén, el “Magníficat”, el “Benedictus”, las bienaventuranzas, el Reino de los cielos presentado como fiesta nupcial con sus jubilosos coros de vírgenes esperando la llegada del esposo, el sermón de la última cena y la oración sacerdotal, las exclamaciones paulinas llenas de ansia y de ternura, los himnos triunfales y el “cántico nuevo” del Apocalipsis, nos hacen pensar que parece como si la música y la canción se oyeran como fondo de toda la Biblia: desde los primeros compases del Génesis, en la narración de la creación, con el estribillo que va repitiendo que Dios vio que todo era bueno, hasta el último y jubiloso grito con que se cierra el Apocalipsis: Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que escucha, diga: Ven… Dice el que testifica estas cosas. Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús (Ap 22: 17.20). Y lo mismo los santos. San Francisco de Asís fue un juglar que compuso el Cántico al Hermano Sol, un hombre que se extasiaba oyendo el canto de la cigarra o el silencioso concierto de las estrellas en las noches serenas del verano, y que cantaba a todas las criaturas: al hermano fuego, a la hermana agua y a los hermanos pájaros. Un canto es también la poesía más bella que se ha escrito en la lírica castellana, el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Tenía que ser así dada la insuficiencia del lenguaje humano para expresar el Amor, por lo que tiene que echar mano del canto y de la música; pues siempre ha sido más fácil cantar al Amor que contar del Amor. De ahí lo que dice la esposa del Cantar (1:4):
Introdúcenos, rey, en tus cámaras, y nos gozaremos y regocijaremos contigo, y cantaremos tus amores, más suaves que el vino.
La música del cielo pertenece a un orden distinto al de la tierra, y si queremos hablar de ella tenemos que echar mano de la analogía. Si alguno la escuchara —siquiera de algún modo— se sentiría ya siempre extraño a las cosas de este mundo, y cualquier música terrena le parecería deficiente: Ni oído oyó, decía San Pablo (1 Cor 2:9); “¡No es eso, no es eso…!,” gritaba desesperado el desgraciado músico romero del “Miserere” en la leyenda de Bécquer.
La música es aquello que llama a las puertas de nuestra alma dejándonos en la nostalgia y haciéndonos sentir la desilusión del “no es eso.” Porque la música terrena, cuando es verdadera música, es evocadora, en cuanto que nos trae el presentimiento de la Bondad, de la Belleza y de la Verdad, cosa que hace de una triple manera: nos habla de la existencia de lo que evoca, nos señala de algún modo el camino que conduce a ello y nos entrega una primicia. Todo en un grado suficientemente pequeño como para que su contenido pueda ser desvirtuado, como veremos después. En cambio la música del cielo no evoca nada, sino que nos pone inmediatamente en presencia de la Bondad, de la Verdad y de la Belleza. Pues la música del cielo, hasta donde es posible oírla aquí en la tierra y hablar de ella (hablar de la que se oye en la Patria no es posible ni lícito: 2 Cor 12:4), es el efluvio mismo de la Bondad, de la Verdad y de la Belleza apoderándose de nuestra alma. En realidad, más que hablarnos de la belleza, mostrarnos la verdad, o darnos la bondad, lo que hace esa música es introducirnos en ellas, en su plenitud y sin medida alguna (Jn 3:34). La música del cielo no necesita de mediación, pues aquí la Presencia misma de la Bondad y de la Belleza es ya la música, de manera que, no haciendo ya falta los sonidos evocadores, lo más expresivo de ella es el silencio: aquí están la Presencia del Amado y la mirada silenciosa que lo dicen todo. La música terrena es el todavía no, mientras que la del cielo es el ya; todo ello en la gran sinfonía de la Espera cristiana. Pero ese todavía no es, sin embargo, primicia, y ese ya no es aún plenitud. De ahí que la música del cielo, en cuanto que oída en la tierra, transcurre siempre en tensión. Pues nos pone en presencia del Amado, pero no todavía en la Alegría de la posesión amorosa que, siendo plenitud, ya no será perturbada; de hecho el Amado se alejará otra vez, con lo que la herida de amor producida por su ausencia se hará mayor (y así luego se gozará más el amor). La copla nos habla de la presencia del Amado, de la mirada que lo dice todo en el silencio de amor, de ausencias, de suspiros y anhelos que ansían la vuelta definitiva del Esposo:
Y luego me miraste y en silencio dijiste que me amabas; y cuando, al fin, me hallaste y ya conmigo estabas, al par de mis sollozos, suspirabas.
Pero también la música del cielo, en cuanto oída aquí en la tierra y en lo que tiene de todavía no, depende de la audición. Lo que tiene su importancia, porque el testimonio cristiano, que es un testimonio de fe, depende como ella de la audición. (La fe viene de la audición: Ro 10:17). De tal modo que no podemos testificar sino aquello que hayamos oído del Padre (Jn 8:26; 15:15), ni hablar de Jesús sino lo que el Espíritu nos cuente de Él (Jn 16: 13–15; 1 Jn 2: 20.27). Esta audición se refiere, claro está, a la palabra; pero también a la armonía y a la belleza de las cosas, al cántico de la creación que pregona las obras de Dios (Sal 19:2; cfr. Ro 1:20), pues la verdad es que, si no sabemos escuchar la música de las cosas, tampoco llegaremos a conocer a Dios, igual que hay que aprender a percibir la belleza para llegar a conocer de algún modo la Belleza. Es por eso por lo que la música no puede ser entendida si primero no se lleva en el corazón. A mí me entusiasma el canto difuso y brumoso del gallo —oído antes de que aparezcan las luces del alba—, que no se sabe de dónde viene y que evoca, en el misterio del amanecer, la lejanía y también la vida que continúa en la maravilla de un nuevo día que se aproxima. Me hace llorar la música de los pájaros enjaulados que cantan a una libertad que nunca han conocido. Y el canto de la alondra llamando a su pareja; que también el canto de los animales es un canto de amor. O las sinfonías de millares de voces de los pequeños animalillos que dan vida a las noches plácidas y calurosas del verano. En los días del estío me gusta perderme en la montaña para escuchar la música de algún arroyo cercano; allí donde el agua nace cantando desde el misterio de las entrañas de la tierra y nos deja sin decirnos de dónde viene ni los caminos que ha recorrido antes de ver la luz. Aunque me parece más bonita la música del viento; ese viento que se hace música cuando pasa por los sutiles laberintos de instrumentos que el hombre aprendió a hacer desde que, según la fábula, el dios Pan alegraba los bosques con su flauta. Y su música más bella la canta el viento cuando se le deja solo, a lo suyo —alguno diría que a su aire—, o a lo más pasando solamente por el corazón del hombre. Porque entonces es cuando se escuchan sus mejores sones y sus voces, insinuantes y habladoras cantando a la belleza de las cosas: a todas ha conocido, rozado y acariciado el viento. El viento es el que hace posible que los árboles del bosque se besen y se cuenten sus secretos, prestándoles su aliento y su voz, sin los cuales y sin su canción no se podrían amar, ni fecundarse, ni dar los nuevos frutos luego en primavera. Pues sin canto y sin diálogo no hay amor, y sin amor no hay vida; ni entonces ni ahora, ni luego ni mañana.
En el canto la música y la palabra confunden sus fronteras. Pues con el canto la música se hace palabra, y la palabra música. Así es como la música nos habla y así es como la palabra se nos hace música. Y entre el bullicioso fluir de las notas está también la pausa, o el silencio de los silencios, sin la que no se distinguirían los acordes, ni resaltaría el contraste de los diversos sonidos, ni sería posible la sinfonía, ni se daría tiempo a los latidos y a la respiración del hombre que escucha. La música no es posible sin silencio, y el silencio sólo tiene sentido cuando sirve para la escucha de la música. Palabra, música, canción, silencio, todo en uno y confundiéndose: sinfonía del himno a la Belleza y a la Bondad. Vedlo que es así, por ejemplo, en aquella estrofa de San Juan de la Cruz:
La noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
Así era la palabra cuando fue creado el hombre y antes de que la manchara la mentira. El lenguaje humano era entonces una canción cristalina, sencilla y sin añadidos, que reflejaba exactamente la belleza (realidad) de las cosas y por eso podía ponerles nombre (Ge 2:19). Fue después cuando vino el tópico, en forma de habla artificiosa, falsa y contrahecha, que no responde a la verdad del corazón y a veces ni siquiera pasa por él, pues es mero ruido de palabras. El peligro del tópico nos acecha siempre, por dentro y por fuera: unas veces lo recibimos de los demás y otras lo inventamos nosotros mismos, y luego lo lanzamos al mundo. El tópico ni dice ni explica nada, pero nos tranquiliza, con su mero ruido de palabras, y nos hace mezquinos. Pero el habla sin tópicos es la sencillez, y la sencillez es la santidad, y la santidad tiende a volver a aquella primera forma de hablar que Dios enseñó al hombre: en el principio era la Palabra.
Hemos olvidado esa forma de hablar y nos resulta muy difícil desembarazarnos del lenguaje artificioso, incluso cuando hablamos con nosotros mismos. Por ejemplo: aunque estamos dispuestos a reconocer que Dios nos ama, estamos lejos de creerlo de veras; porque si creyéramos verdaderamente que Dios nos ama (1 Jn 4:16), estaríamos convencidos de que el mismo Amor está enamorado de nosotros y de que puede amarnos lo mismo que amó a Pablo, o a Francisco de Asís, o más todavía. Si no lo creemos así empequeñecemos al Amor, y entonces el amor —y sobre todo el Amor de Dios— se ha convertido para nosotros en un tópico. Por eso el cristiano tendría que ser el hombre del habla sencilla: la que brota directamente del corazón y suena como la música, en esa frontera casi imperceptible en la que ya os he dicho que la voz y la armonía de la belleza se hacen canto; la predicación sagrada, por ejemplo, no necesitaría de otra cosa para ser eficaz.
El mundo sabe lo que hace cuando se esfuerza en destruir la sensibilidad de los jóvenes. Si no hay sensibilidad se cierran las vías de acercamiento al Amor, ya que a Dios solamente se le puede conocer ahora a través de la percepción de la belleza de las cosas creadas. Es probable que la actual corrupción del canto y de la música no haya sido casual. Así se ha dado lugar a la aparición de cierta clase de música moderna que es lo opuesto al arte y a la música; es lo único que se puede decir, por ejemplo, de la música del alarido, de la distorsión, presentada con el esperpento o ídolo vestido de payaso al frente. Algo parecido podría decirse de la canción protesta o canción política, que es la manipulación de la canción como medio de difusión de ideologías políticas, muchas veces aberrantes. Aquí nos encontramos ya muy lejos del Arte y de la Estética, del pulchrum como manifestación y percepción de la belleza. Lo que no debe extrañarnos. Porque se ha perdido de vista la realidad —el ser— de las cosas; y, al fin y al cabo, la belleza —lo mismo que ocurre con la bondad y con la verdad— no es más que una forma de mostrarse el ser, el cual, una vez perdido, ya no tiene ninguna posibilidad de manifestarse. De ahí el drama del marxismo como ideología culminadora de las filosofías inmanentistas: si no hay ente no hay Estética; y si no hay Verdad, Bondad y Belleza (para el marxismo la verdad y la bondad no existen ni siquiera con minúscula) tampoco hay Arte. De nada han servido los esfuerzos de algunos ideólogos, como Lukács, por demostrar lo contrario. Porque se puede cantar a la belleza —pensemos en la música, en la literatura, en la poesía— pero no a las consignas del Partido. El Arte como tal es independiente, y no tolera más subordinación que la que le impone la luz radiante y armónica que se desprende del ente.
Pero del ente como es, y no del ente en cuanto imaginado por el hombre. Ya que la música, como la poesía o las artes plásticas, solamente se rinden ante la belleza, que es lo mismo que decir ante el ser; pero no ante lo contrahecho ni ante lo deforme —en sentido filosófico, es decir, desprovisto de su forma—, como tampoco ante lo manipulado o falseado por el hombre para esclavizar (lo falso oculta la verdad y por lo tanto impide la manifestación del ser). Podrá haber poetas marxistas, o que se dirán tales, pero no puede darse una poesía marxista. Lo que tienen de poesía ciertas obras lo tienen por lo que toman de la realidad, pero no por lo que ponen de ideología: no olvidéis que el mal como tal no tiene entidad, es un parásito, y necesita del bien para poder existir; pues si no aparece como ser y como verdad ni siquiera aparecería. Los intentos por justificar un Arte o una Estética marxistas son una contradicción en sí mismos, y el último tributo que, a su pesar, rinde el marxismo a la Verdad, a la Bondad y a la Belleza; en definitiva, al ser. Hasta el diablo, aunque no quiera, tiene que disfrazarse de verdad y de bien si quiere ser oído; y seguramente lo pasará mal con el disfraz, el cual, al fin y al cabo, supone un nuevo reconocimiento del Ser en cuanto Ser.
Las Bienaventuranzas y la Pobreza
La primera bienaventuranza es la de la Pobreza. Lo que quiere decir que son los pobres los primeros que reciben el anuncio de la Alegría. O dicho de otro modo: la Pobreza es el camino primero para ir a Jesús.
Lo que parece normal cuando se piensa que Él fue el más pobre de todos los pobres; pues no ha habido nadie que, teniendo tanto como Él, haya renunciado a tanto como Él ni se haya rebajado tanto como Él. Decía San Pablo que Jesús, siendo rico se hizo pobre por amor (2 Cor 8:9). Con lo que llegamos a la conclusión de que para hacerse pobre es necesario estar enamorado. Poned atención a las dos últimas palabras del Apóstol: por amor. Porque es la verdad que sólo el amor puede lograr que alguien se haga a sí mismo pobre, y sólo la Pobreza puede conducir al Amor. Para entender lo cual hay que recordar que la pobreza es una virtud, y que supone, por lo tanto, un “hacerse pobre” que ha de ser voluntario; pues si no hay una opción asumida amorosamente en la libertad no hay virtud. Y de ahí que a nadie se le ocurriría confundir la Pobreza con la miseria, o con la simple carencia o no tener.
Advirtiendo que toda esta doctrina nos coloca en el punto más opuesto al marxismo, el cual propugna el odio —la lucha de clases— como camino para que el hombre deje de ser pobre.
La pobreza cristiana es la situación de suprema indigencia asumida por amor. Hay un texto en el evangelio, el de la viuda pobre que echó en el Templo una limosna (Mc 12: 41–44; Lc 21: 1–4), que nos advierte del peligro que corremos de limitarnos a darle a Dios lo que nos sobra. Un peligro que acecha cuando se tienen demasiadas cosas. La viuda pobre, en cambio, poseía una sola, y la dio generosamente.
Algunas maneras actuales de vivir el cristianismo dan la impresión de favorecer la actitud de dar a Dios solamente lo que sobra. La pastoral de jóvenes que hacen algunos, por ejemplo, se reduce a organizar grupos mixtos de convivencia para pasar el rato. Ciertas celebraciones eucarísticas cargan el acento en lo psicológico y sociológico y olvidan los caracteres ontológicos de Sacrificio y de Banquete que tiene la Misa. Aparte de las graves cuestiones de fondo que aquí se plantean, la coartada de todo este catolicismo de diversión consiste en hacer creer a muchos que ya están dando lo que tenían que dar —cuando nunca han conocido un verdadero compromiso con Dios—, ayudándose para ello de una amplia jerga alusiva a generosidades —el cristianismo comprometido— que no tiene de realidad más que las palabras, o a lo más una incidencia de tipo político y meramente humano. Nada queda aquí de donación amorosa a Dios, y sí en cambio el aprovecharse de Él para conseguir obscuros intereses, de los que lo menos que se puede decir es que son puramente humanos.
Para una actitud de vida cristiana es importante no tener muchas cosas. La viuda pobre tenía una cosa sola y la dio, a pesar de que la necesitaba para vivir; otros en cambio tenían muchas y dieron solamente de lo que les sobraba. Como la entrega al Señor y su seguimiento exigen desembarazarse de todas las cosas, parece que es mejor para conseguirlo poseer una sola en vez de muchas, que es lo que nos viene a decir el Señor: cuando tengamos una cosa solamente es cuando estaremos en disposición de darla también, es decir, en disposición de darlo todo enteramente.
Nos podemos, pues, quedar con una cosa sola, al menos de momento. Digo de momento porque hay que tener siquiera una ilusión para vivir la vida por ella, y porque si no la tuviéramos no la podríamos dar. Y, cuando llegamos a ello, entonces sí que podemos dar ya lo único que tenemos y quedarnos sin nada: Esta mujer, en su indigencia, ha echado todo lo que tenía para vivir. Ahora es cuando comenzamos de verdad a ser pobres.
Lo hermoso del Amor empieza cuando le damos a Dios lo que teníamos para vivir, lo único que poseíamos, lo que era nuestra vida, nuestra única ilusión. Y los que llegan a eso son los verdaderamente pobres, que es lo mismo que decir los verdaderamente felices. Que son los que ya no tienen nada sino a Dios, los que han optado por Él en vez de por las cosas. Cuando entregamos lo que es nuestra vida y lo que le da sentido, cuando dejamos que nuestra vida se pierda por Dios, entonces Él comienza a ser nuestra vida:
Encontráronme los guardias que hacen la ronda en la ciudad: ¿Habéis visto al Amado de mi alma? En cuanto de ellos me aparté hallé al Amado de mi alma (Ca 3: 3–4).
Dice el evangelio que el Señor no tenía donde reclinar la cabeza. En cuanto a la esposa del Cantar, pudo por fin hallar al Esposo en cuanto se apartó de todo y de todos; que fue cuando pudo decir:
Mi amado es para mí y yo soy para él (Ca 2:16);
o también:
Yo soy para mi amado y mi amado es para mí… Yo soy para mi amado y a mí tienden todos sus anhelos (Ca 6:3; 7:11).
Pues la aventura grande del Amor empieza en serio y se consuma con la Pobreza. Ya que el Amor, como hemos dicho tantas veces, es totalidad, y exige la entrega completa de uno mismo al otro, más allá de todas las cosas y sobre todas ellas. El Amor llega cuando empezamos a creer de veras que encontraremos la Alegría, no en las cosas, sino en el Otro como Persona, en la mirada del Amado que nos contempla. Las cosas no pueden mirarnos ni sonreímos, ni se nos pueden entregar ellas mismas libre y voluntariamente. Por eso llamamos aventura a este amor al Amado, porque va más allá de todas las cosas. Aunque yo diría más, pues se trata de una aventura en la que entra de verdad el riesgo de lo peligroso. Un peligro que aquí se deriva del hecho de responder al Amor con la Pobreza, con una respuesta afirmativa de totalidad. Por ejemplo: si vosotros le decís que vais a suplir en vuestro corazón todo el desamor del mundo, entonces el Amor se os dará del mismo modo y descargará sobre vosotros el peso de su infinitud. Cuando ocurra eso, el Amor mismo amando en estado puro, el Amor enamorado, tenderá hacia vosotros sin nada que se interponga; como si os dijera a cada uno: Pues yo también quiero amarte con todo el amor que ofrecí a los otros y que ellos rechazaron, y por eso te lo doy todo.
La respuesta depende de nosotros, mientras que el requerimiento primero es del Amor, ya que Él nos amó primero: Queridísimos, amemos, porque Él nos amó primero (1 Jn 4:19). Y la expresión de que Él nos amó primero tiene que significar que el Amor estuvo enamorado de mí desde antes del tiempo, desde antes de cualquier antes, desde el siempre de toda la eternidad. Es decir, que en ningún momento estuvo sin amarme con ese amor loco, ya que me amó desde antes de que existieran los momentos, y también cuando ya hubo después y cuando, y cuando a unos momentos sucedieron otros, y siempre, en la eternidad y a través del tiempo. Y así es como me amó desde antes del antes, y ahora me ama en el ahora, y después me amará en el después. Él hombre no ha sabido nunca encontrar el instante del ahora —ese instante que cuando se pronuncia ya ha pasado—, por eso habla del devenir y del hacerse; pero es porque no ha podido comprender el siempre, el tota simul de la eternidad, ni menos aún la perfecta possessio. Para entender eso tendría que comprender al Amor, para el que no hubo nunca un antes sin amar y sin amarme, ni habrá un después en que ya no me ame. El amor pasa por el tiempo, pero viene de más allá del tiempo y va más allá de é!; está siempre, que es lo mismo que decir que estuvo y que estará siempre: la caridad no pasa jamás (1 Cor 13:8).
Nuestra miseria no va a impedir que demos una respuesta al Amor. Al contrario, puesto que el Amor interpela a nuestra indigencia, es precisamente nuestra pobreza la que hace posible el diálogo íntimo con el Amor. En la oración, por ejemplo, nuestra pobreza solamente puede ser en ella un obstáculo cuando no la reconocemos y aceptamos. Y estamos hablando de la indigencia absoluta, en la que incluimos también la incapacidad para la oración. También nuestra pobreza puede ser un obstáculo para la oración cuando inconscientemente la ponemos en Dios, pensando que es como nosotros y que ama a nuestro modo. La respuesta que demos al Amor en la oración ha de ser la respuesta de los pobrecitos, no la respuesta perfecta de los que ya han llegado. Pues aún estamos en el camino; lo que no supone nada malo en sí ni mal menor alguno, sino solamente que no hemos llegado al término. Solamente Dios como Dios había llegado ya al término desde siempre. Mientras que para nosotros, que somos sus criaturas, no solamente es bueno que por ahora andemos caminando, sino que es maravilloso además. Porque del andar, y del buscar siempre, depende nuestro encuentro con Dios por fin, y por eso dice el verso:
Si vas hacia el otero, deja que te acompañe, peregrino, a ver si el que yo quiero nos da a beber su vino en acabando juntos el camino.
Nuestra vida es un caminar hacia el otero, hacia el monte santo de Dios. Peregrinaje que es bueno que hagamos en compañía de nuestros hermanos: Deja que te acompañe, peregrino. Y lo dice así, en súplica amorosa, porque es un caminar en el amor y el amor no puede ser impuesto. Y luego, cuando hayamos consumado y consumido juntos el camino, encontraremos al fin el Amor del Amado: Son tus amores más suaves que el vino (Ca 1:2). Mientras tanto, como os he dicho, nuestra vida es una búsqueda (Jn 1:38) y un continuo andar siempre recorriendo un camino: Para donde yo voy vosotros conocéis el camino (Jn 14:4). El Señor mismo quiso parecérsenos también en eso: Si me amarais os alegraríais, porque VOY al Padre (Jn 14:28), e incluso nos dijo que su misma existencia era camino (Jn 14:6). Pues no sentimos la alegría de la llegada si no hemos caminado, ni la del descanso si no nos hemos fatigado. Y hasta la lluvia es más hermosa después de la sequía, y el amanecer parece más bello porque ya ha pasado la noche, y el sol no nacería si antes no se hubiera ocultado. Ni podemos saber lo que quiere susurrarnos el silencio si antes no nos han ensordecido los ruidos del mundo: Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá Alegría (Jn 16:20).
Sin embargo, cuando vamos buscando el silencio para buscar solamente a Dios, nos encontramos con nuestras voces interiores, con las distracciones que perturban la paz y la serenidad del corazón. Entonces nos ponemos tristes y nos gustaría que esas voces fueran destruidas, como le ocurría a la esposa del Cantar (2:15):
Cazadnos las raposas, las raposillas pequeñitas, que destrozan las viñas, nuestras viñas en flor.
En realidad no deberíamos preocuparnos mucho, pues la mayoría de las veces no importan demasiado: son raposillas pequeñitas. Más importante que destruirlas es llegar a comprender que forman parte de nosotros, porque aún no hemos llegado al final del camino. La victoria tiene que conseguirse aquí con la paciencia y con la aceptación de la propia pobreza, recordando siempre que no podemos amar a Dios mientras que no nos amemos también a nosotros. Esas raposillas pequeñitas que destrozan nuestras viñas no serán nunca ahuyentadas por el ruido de nuestras voces, sino solamente por el conjuro de la voz del Esposo:
Os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas y las cabras monteses, que no despertéis ni inquietéis a mi amada hasta que a ella le plazca (Ca 3:5; 8:4).
Nunca venceremos a las distracciones, pero sí que seremos vencidos por la voz del Esposo. Entonces, y sólo entonces, es cuando cesará todo:
Reposa su izquierda bajo mi cabeza y con su diestra me abraza amoroso (Ca 2:6; 8:3).
En ese trato íntimo con Dios que es la oración, las distracciones irán desapareciendo a medida que vayamos siendo más pobres. Cuando tengamos menos cosas nos preocuparán menos cosas, y, cuando ya no tengamos ninguna, sólo Dios será nuestra vida y estaremos en la Perfecta Alegría; cuando se haga realidad aquello del Cantar (2:16; 6:3):
Mi amado es para mí y yo soy para mi amado.
Os he dicho otras veces que las cosas no nos van a dar la Alegría. Si acaso, solamente cuando se toman como regalo del Esposo, cuando nos hablan de Él. Con lo que volvemos a lo de siempre: que la Alegría es el Esposo. Porque el que quiere apropiarse de las cosas se busca a sí mismo, cuando en realidad la Alegría —insistamos en ello— solamente se encuentra en el momento en que nos volvemos hacia el otro; o, si queréis mejor, cuando nos vemos a nosotros mismos pero en la mirada del otro. Lo mismo que en el seno de la Trinidad el Padre se contempla en el Hijo, el Hijo se contempla en el Padre, y ambos exhalan un mismo aliento de amor que es el Espíritu Santo, de modo semejante quiere Dios que miremos al otro —que es nuestro prójimo— para que aprendamos a descubrirlo a Él, que es el Absolutamente Otro. Y si nos limitamos a mirarnos a nosotros mismos nos hacemos incapaces de amar, de sentir la Alegría Perfecta, e incluso de ver o comprender cosa alguna. Pues la Alegría de nuestro mundo interior nos es desconocida; solamente podemos descubrirla de algún modo mirando al Otro, a Dios, que es el que puede hacer que la sintamos, puesto que ella de por sí nos es inefable. Con lo que quiero decir que sólo Dios puede hablarnos de Dios, y también de su Presencia en nosotros, e incluso de nosotros mismos: El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Ro 8:16). Alegría de nuestro mundo interior —expresión de nuestra aventura de amor con Dios— incomprensible e inexpresable en totalidad ahora para nosotros, pero que se hace realidad y expresión a través del otro y en el Otro, como viene a decir la copla:
Mi Amado, las estrellas, el mar que besan proas de mil naves, los ojos de doncellas, el canto de las aves, aquello que te dije y que tú sabes.
En la que se dice que el amor es lo más bello, y que es inefable el diálogo con el que se expresa el amor entre Dios y el hombre. Nada puede compararse a eso: ni las estrellas, ni el azul de los mares, ni la cándida mirada de la pureza virginal: todo es superado por aquello que te dije y que tú sabes, cuando nos contamos mutuamente nuestro amor. Dice aquello porque es inexpresable, incluso para el corazón mismo del alma enamorada que lo pronunció. Por eso añade: y que tú sabes, porque sólo Dios lo conoce y lo comprende tal como es y en toda su belleza. Ya que Dios es Amor; pero el Amor viviendo en nosotros es desconocido por nosotros en su profundidad, incluso como amor participado, pues solamente el Espíritu puede mirar impunemente hasta el fondo del abismo del Amor (1 Cor 2:10).
Las Bienaventuranzas y el Sufrimiento
El encanto y la belleza de la bienaventuranza del sufrimiento están ya en la misma paradoja de su formulación: bienaventurados los que lloran. Porque, en efecto, la Alegría Perfecta es para los que lloran.
La razón os la dije antes. El llanto puede ser expresión de la Alegría desde el momento en que puede ser expresión del Amor, y el Amor también se hace Presencia con gemidos inenarrables (Ro 8:26). San Pedro lloró amargamente por amor (Mt 26:75), y los judíos que fueron con Jesús a la tumba de Lázaro relacionaron, con razón, el llanto del Señor con el amor: Lloró Jesús, y los judíos decían: ¡Cómo le amaba! (Jn 11: 35–36). El don de lágrimas es un don del Espíritu de Amor, y unos ojos que brillan radiantes por las lágrimas pueden llorar de amor. Por eso podemos decir que, si el llanto va con el Amor, también va con la Alegría.
Porque el llanto puede manifestar la alegría de la unión con el Amado. O el sufrimiento por su ausencia, y entonces es también alegría, precisamente porque es amor. De manera que el llanto de amor, o por amor, es siempre la Alegría.
El llanto ha de ser modo de expresión del Amor, ahora mientras peregrinamos, porque el Amor aún no es poseído plenamente por nosotros. Además, se llora con los ojos, y sabemos que el diálogo íntimo de los que se entregan se dice más que nada a través de la mutua mirada de amor. El llanto, la Alegría y el Amor van juntos en nosotros por ahora. Porque el Amor, cuando se dice por los ojos —lo cual hace siempre mejor que con las palabras—, unas veces es silencioso, y otras con llanto. Llanto que, como hemos dicho, es de Alegría precisamente por ser llanto de Amor: bienaventurados los que lloran. Es un Amor que llora porque es perfecto, y, a la vez, porque no se ve colmado todavía, porque no ha llegado al final del camino. Un Amor perfecto puede ser todavía un Amor peregrinante; mientras que el Amor que ha llegado al término es el de la reposada paz en la posesión tranquila y total que ya no conoce ausencias ni llantos. Llegada a ese término es donde dice la esposa, hablando del Esposo: Reposa su izquierda bajo mi cabeza y con su diestra me abraza amoroso (Ca 2:6; cfr. 8:3).
Pero el ansia de amor que el llanto viene a expresar es de los dos amantes, y por lo tanto también del Esposo:
En noches silenciosas del sueño de los niños guardadoras, tras aves voladoras al aire de las brisas rondadoras en auras rumorosas; por pasos escondidos de bosques olvidados de rosas y de lirios florecidos…, allí busqué al Amado y a todos fui con ansias preguntando, y todos me han contado que estábame aguardando y con llanto de amores suspirando.
En el diálogo de amor seguramente la esposa se quejará al Esposo por ausencias; y porque solamente puede verlo en la obscuridad de la fe; hasta quizás le preguntará por qué Él llora también. En el diálogo de amor el Esposo le responderá a la esposa: Lloro por eso. Porque tus ojos aún no pueden ver los míos.
La esposa del Cantar decía que se moría de amor (2:5), y el Esposo le respondía, a su vez, que era ella con sus ojos la que lo mataba de amor; hablando Él de esta manera (1:15; 4:1; 4:9; 6:5):
¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Tus ojos son palomas. ¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Son palomas tus ojos a través de tu velo. Prendiste mi corazón, hermana, esposa, prendiste mi corazón en una de tus miradas. Aparta ya de mí tus ojos que me matan de amor.
¡Qué hermosos son tus ojos a través de tu velo…! Con la cual exclamación el Esposo puede referirse al velo que producen en nuestros ojos las lágrimas de amor. O bien al velo de la fe, que nos oculta todavía al Esposo, haciéndonos llorar su ausencia. Por eso decía la esposa: Yo sé, Señor, que estás ahí, porque mi corazón me dice tu presencia; pero no puedo verte, y es como si un velo me apartara de ti. Y por eso respondía el Esposo: ¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres…! Sí, tus ojos son palomas a través de tu velo…
El llanto enamorado es el llanto gozoso que nos trae la Alegría Perfecta: bienaventurados los que lloran. En el declinar de la tarde de nuestra vida, en la noche obscura y sin embargo serena, mientras aguardamos la llegada del Esposo, el llanto es el único camino que nos conduce a la alegría.
A veces el llanto es por los otros, por aquellos que también lloran, pero quizás sin gozo: Llorad con los que lloran, decía el Apóstol (Ro 12:15). Pero aun entonces ese llanto nuestro es también de alegría. Porque, al fin y al cabo, llorar por los otros es como un adelanto de la entrega de la vida por ellos, lo cual, según el Señor, es el amor más grande. Y las primicias del Amor son las primicias de la Alegría.
El Amor habla en nosotros con gemidos inenarrables. Se llora de amor por el Amado: por el gozo de su presencia o por la nostalgia de su ausencia. Se llora de amor por los demás. Pero siempre es el Amor. Y se llora con los ojos porque el Amor consiste en volverse al otro para mirarlo. De manera que el llanto es siempre Alegría: Bienaventurados los que lloráis ahora (Lc 6:21). Venimos a este mundo llorando y nos vamos de él derramando nuestras últimas lágrimas: seguramente porque una vida terrena que se abre y se cierra con el llanto tuvo que ser una vida de amor. Y por eso nunca aprendieron a llorar los que nunca supieron amar. El Amor habla en nosotros con gemidos inenarrables porque es fuerte como la muerte (Ca 8:6); lo que podemos entender en todos los sentidos: es inmensamente grande y poderoso, inmensamente intenso y fuerte. Por lo cual el verdadero llanto es propio solamente de los corazones grandes; los mezquinos no lloran; a lo más gimotean o aúllan asustados. Y eso explica que Dios se hiciera hombre, porque nunca había llorado por nosotros: Cuando Jesús estuvo cerca, al ver la ciudad lloró sobre ella (Lc 19:41); Lloró Jesús, y los judíos decían: ¡Cómo le amaba! (Jn 11: 35–36).
Las Bienaventuranzas y la Verdad
La bienaventuranza es el Amor. Y las bienaventuranzas son el señalamiento del camino por el que circulan los amores entre Dios y el hombre y por el que se llega a la Alegría Perfecta.
Las bienaventuranzas fueron proclamadas por el Señor en un monte. Tal vez para indicarnos que, para comprenderlas, hay que elevarse sobre las llanuras y respirar aires limpios. Por supuesto, no fue comprendido por muchos, y en profundidad aún por menos. Después han pasado también por la Historia bastantes hombres proclamando que poseían el secreto de la felicidad. En este último caso hay que decir que aquí sí han sido ensayadas todas las fórmulas, con gran entusiasmo siempre al principio, para ser abandonadas luego con grandes desilusiones y a veces no pocos dolores: Yo he venido en nombre de mi Padre y vosotros no me habéis recibido; si otro viniera usurpando mi nombre lo recibiríais (Jn 5:43). Ahora se necesitan unos cuantos hombres y mujeres que quieran volver al monte de las bienaventuranzas para escuchar otra vez la voz del Maestro, aquella que hablaba del amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios.
Las bienaventuranzas son el desafío del Amor de Dios. Afirmación que nos coloca en las antípodas del lugar de todos los cristianismos gnósticos o reduccionistas. Pues no hay más que un problema: que el hombre no ha podido, o no ha querido, entender el Amor de Dios. Demasiada cosa para el hombre. No puede ser así; hay que buscar, como sea, una explicación más “razonable”, a la medida humana. Sería interesante conocer lo que hay detrás del rechazo de doctrinas como la de la obediencia al Magisterio, la de la virginidad de Santa María, la de la Presencia real, o la de la divinidad de Jesucristo, por citar algunos ejemplos. Según algunos el hombre moderno no puede admitir sino aquello que es adecuado a la medida de la razón humana. Ahora bien, nunca se han aceptado tantas cosas irrazonables como ahora, por lo que cabe pensar que no es ese el único motivo. En el fondo se trata de rechazar a Dios y a su Amor, en una postura previamente decidida en la que el hombre se ha proclamado dios a sí mismo.
El cristianismo gnóstico–racionalista —ahora sociológico y político— empieza por reducir el amor divino al amor humano, para acabar quedándose también sin el amor humano y sin el mismo hombre. ¿Qué es lo que queda del hombre en el marxismo? El marxismo no cree en el amor ni en la justicia cristianos; ni siquiera desea oír pronunciar las palabras amor o justicia. En realidad no quiere hacer a los hombres mejores o más justos: lo que quiere es hacerlos dioses. Pero no subiéndolos al cielo, sino al revés, bajando el cielo a la tierra, estableciendo el principio de que el hombre depende sólo de sí mismo. Los cristianismos progresistas dicen que están preocupados por el hombre, demasiado tiempo abandonado por aquellos que se dedicaron solamente a mirar al cielo. La proclama es buena, porque tranquiliza la propia conciencia y además atrae a muchos. Pero el problema sigue ahí. Porque aún está por demostrarse que alguien se haya preocupado de verdad por el hombre sin preocuparse de Dios. Los hechos, desde luego, demostrarían lo contrario; pero no pueden hacerlo porque los hombres han decidido que los hechos ya no demuestren nada. Cuando el demonio habló con el hombre por primera vez, según nos cuenta la Biblia, se mostró preocupado por la raza humana e hizo consistir en eso sus argumentos engañosos: había que elevar la condición humana, y para ello la posibilidad de ser como dioses, la autoposesión de la ciencia del bien y del mal, etc. He ahí cómo los discursos no demuestran nada, porque pueden ser terriblemente engañosos. Lo que hay que hacer es examinar los resultados, que es precisamente en lo que insiste el evangelio: Por sus frutos los conoceréis (Mt 7:20). Norma a la cual se sometió el mismo Señor: Si no me creéis a mí, creed a mis obras (Jn 10:38; cfr. 5:36; 10:25). Pero, ¿quién desea hoy examinar resultados, frutos, obras o hechos? El hombre ya no está dispuesto a someter su pensamiento a los hechos; al contrario: ha decidido que no hay más realidad que la que disponga su propio pensamiento.
Mientras tanto ahí está el Amor de Dios ofrecido al hombre. Un Amor que no puede ser entendido por los cristianismos progresistas horizontalistas, ni tampoco por los que se autoproclaman poseedores del Espíritu si es que ese Espíritu no es el de Jesús. También el Espíritu se somete a la prueba de su autenticación. Pero la prueba de que se trata del Espíritu de Jesús pasa por la cruz: El Espíritu de Verdad me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer (Jn 16:14). Ya que el Espíritu no viene nunca a hablarnos de Sí mismo (Jn 16:13), sino de Jesús, a fin de llevarnos al Padre a través de Él. Y no sería el Espíritu de la Verdad si pretendiera llevarnos por un camino distinto del que recorrió Jesús (Jn 14: 5–7.26), es decir, por un camino que no fuera el de la cruz. Cruz de Jesús que tiene muchos aspectos, uno de los cuales es el de la obediencia y fidelidad a la Iglesia. Jesús entrega su Espíritu en la cruz (Lc 23:46; Jn 19:30), un Espíritu que lo es de la verdad y de la humildad y que, por lo tanto, se somete a ser autenticado por la Iglesia. Pues el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3:8), pero no como quiere —al menos en el sentido que pretenden algunos—, pues siendo Espíritu de Jesús sopla siempre en dirección al Padre. La pretendida libertad del Espíritu, que muchos invocan, no puede tener otro sentido: el Espíritu es soberanamente libre, pero es siempre Espíritu del Señor y no de otra cosa, como expresa el Apóstol en una fórmula certera y muy condensada: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3:17; cfr. Ro 8:9). De este modo, mejor que decir que el Espíritu se somete a ser autenticado por la Iglesia, habría que decir que lo exige; solamente así es como el Espíritu da testimonio de Sí mismo, el cual, por otra parte, es el único valedero (Ro 8:16). Cuando las cosas no van por estos caminos, y son en cambio los mismos hombres los que pretenden poseer el Espíritu, hay que tener en cuenta que este testimonio dado sólo por hombres no tiene garantías de verdad (Jn 5:34). El Espíritu de Jesús asume la cruz —porque es Espíritu de Jesús—, y es, por lo tanto, Espíritu de obediencia, de humildad, de docilidad y de victimación. Antes que ser don de lenguas o de curaciones es un don de Amor, y eso es lo que esencialmente es. Reducirlo a esas u otras manifestaciones “carismáticas” es ahogar el camino mejor (1 Cor 12:31) y, por lo tanto, apagar el Espíritu (1 Te 5:19). Pues un Espíritu que no sea de victimación no es el Espíritu de Jesús, ni el Espíritu de Amor, ni por lo tanto el verdadero Espíritu. Ya hace mucho tiempo que el Apóstol San Juan nos escribió una recomendación que parece que hemos olvidado: Queridos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus a ver si proceden de Dios, porque han salido al mundo muchos falsos profetas (1 Jn 4:1).
El verdadero Espíritu de Amor no tiene que ir necesariamente por los caminos de la fiesta —entendida también con frecuencia en sentido reduccionista—, en un despliegue de carismas de orden secundario. Los verdaderos movimientos de renovación carismática tendrán en cuenta las amonestaciones de San Pablo a los corintios: el Apóstol les advertía para que no sobrevaloraran los otros carismas en detrimento de la caridad (1 Cor 12). En cuanto al discernimiento de la caridad, también el Apóstol proporcionó unos criterios a los corintios que igualmente nos sirven a nosotros (1 Cor 13).
Tampoco es lícito reducir el Mensaje a una casuística moralizante con privanza del temor. La Ley, que no debe ser abolida, está hecha para ser cumplida en plenitud (Mt 5:17). El cristiano no está bajo la ley (Ga 5:18), aunque tampoco contra la ley; más bien está sobre ella, pues ha de superarla y cumplirla con amor: El amor es la plenitud de la ley (Ro 13:10).
Las Bienaventuranzas y el Amor
La proclamación del mensaje de las bienaventuranzas, o de la Alegría Perfecta, consiste en esto: Dios es Amor y quiere tener con el hombre relaciones de amor. Así es como empieza precisamente el Cantar de los Cantares:
La esposa desea ardientemente que el Esposo la bese con besos de su boca. Ahora bien, ¿qué es lo que pretende ser un beso de amor? Porque el beso, en efecto, es sobre todo un querer ser, el intento de alcanzar algo que a su vez es inefable. En el amor humano el beso supone algo que no es más que un intento, que no llega a la plenitud ni puede alcanzar su pretensión de totalidad; lo que quiere en realidad es la transfusión de vidas de los amantes, la pérdida del uno en el otro. Lo cual solamente es posible en el amor divino. A eso se refería San Pablo cuando decía: Y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2:20). Y el Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él… El que me come vivirá por mí (Jn 6: 56–57).
¿Qué significa vivir por el otro o estar en el otro? Si pronunciamos con seriedad esas expresiones presentimos que nos encontramos en los umbrales del Misterio. Estamos demasiado acostumbrados a usar de las palabras sin profundizar en su significado. La expresión estar en el otro puede significar, por ejemplo, el intercambio de corazones entre los que se aman: corazón por corazón; o el eterno contemplarse cada uno en el otro en la recíproca mirada de amor; o el pertenecerse para siempre y por entero el uno al otro.
De todos modos, diciendo todo eso, no estamos haciendo otra cosa que intentar explicar el Misterio con otras palabras que nunca lo aclaran del todo.
Comprender eso sería comprender al Amor, lo que sólo puede hacer en plenitud el Amor que es todo Amor. Y comprenderíamos también lo que es el diálogo íntimo de Amor: pues eso es el Amor en definitiva, un eterno decirse el mutuo Amor entre los dos que se aman; el Amor es un decirse entre dos precisamente porque procede siempre de dos.
El diálogo íntimo de amor comienza con la intimación del nombre del otro:
Es tu nombre ungüento derramado (Ca 1:3).
Pronunciar el nombre del otro es intimarle, en el sentido de meterse dentro de él, en lo más íntimo de su yo: Iesus intuitus eum dilexit eum (Mc 10:21). Y provocar su mirada, para que se pose en la nuestra y ambas se gocen en mutua posesión. De ahí que pronunciar el nombre del otro es, en cierto modo, poseer al otro y dejarse poseer, en mutua entrega de amor. Aunque esa intimación no es todavía sino el comienzo del diálogo íntimo de amor. El nombre se pronuncia para llamar al otro, con una palabra que contiene toda la maravilla de lo que el otro es para el que ama: Es tu nombre ungüento derramado. Y se le llama porque se le necesita, porque se le desea, porque ahora se depende de él. La esposa no puede vivir ya sin el Esposo, pero el Esposo tampoco puede vivir ya sin la esposa: A mí tienden todos sus anhelos, decía la esposa del Cantar refiriéndose al Esposo (Ca 7:11), de manera que el amor por el que sufre la esposa atormenta también al Esposo. Este es el hecho: Dios ha querido amarme, y ahora ya no puede pasar sin mí. El tormento de amor que sufre el Esposo es el mismo tormento de amor que sufre la esposa. Y ésta es la Alegría Perfecta: Dios ha querido pertenecerme y ahora me pertenece; su tormento de amor por mí no es metafórico, sino real, tan real como el Ser que es Dios y que es Amor. Para que yo lo comprendiera tomó cuerpo en la Historia, en Jesús, y en la pasión y muerte de Jesús. La Alegría Perfecta se ha hecho posible desde el momento en que puedo ser su amigo (Jn 15: 13–15), y desde que puedo pronunciar su nombre para decirle tú. Desde que mi corazón ha sido capaz de herir al suyo, y desde que Él desea mirarme a los ojos, sentir que se muere de amor (Ca 6:5), y todo ello con deseo ardiente (Lc 22:15). La Alegría Perfecta no puede consistir para la esposa sino en sentir que se va muriendo de amor por el Esposo, en saber que Él la espera desde siempre, en escuchar su llamada que viene de lejos:
Ven, paloma mía, que anidas en las hendiduras de las rocas, en las grietas de las peñas escarpadas (Ca 2:14).
A cuya interpelación ella responde en un silencio de amor que olvida todo lo que no sea el Amado. La interpelación y la respuesta amorosas son de esta manera: en el silencio de todo lo demás, en el lugar único donde nadie puede llegar, en los parajes limpios —blancos y azules— que todavía no fueron hollados. La esposa siente que se le escapa la respuesta de amor, en un ímpetu que deja atrás el mismo silencio de las cosas, ya limpias, pero, con todo, olvidadas:
Amado, en las brumosas laderas de montañas escarpadas, con cuevas de raposas y cimas plateadas en silencio de nieves olvidadas…
El Cantar de los Cantares (1:2) habla de los amores de Dios con el hombre como de una borrachera de amor:
Mejor que el vino son tus amores.
El amor es una embriaguez, como es embriaguez lo que provocan el vino o la droga. Sólo que esta droga es mucho más fuerte: Mejor que el vino son tus amores; además no destruye, sino que da la vida. En cambio cualquier otra droga que no sea la del amor tiene que aniquilar, pues si el hombre se vuelve de espaldas al Ser, que es Amor, se encuentra necesariamente con el horror y el vértigo de ese Vacío que es la Nada. Un Vacío —con mayúscula— que es peor que la nada —la cual sería nada—, pues consiste en el descubrimiento de la Pérdida Total, del No, de la Negación Absoluta. Descubrir que se estaba destinado al Amor, al Amor Absoluto, y que ahora se ha perdido para siempre. Por el contrario, el amor divino-humano es una increíble embriaguez o locura de amor. Y de ahí que el mensaje de las bienaventuranzas, el de la vida cristiana, solamente puede ser entendido y vivido por los que son capaces de enamorarse. La vida cristiana es un pregón que el Amor proclama para enamorados; pensarla de otra forma es condenarla y condenarse al fracaso. Recuerdo, de mis años jóvenes, a aquellos compañeros míos estudiantes que se ilusionaban por vestir pronto la sotana, porque los oyeran predicar, o porque los vieran celebrando la Misa. Son los mismos que hoy conozco con tristeza en la situación de secularizados y desengañados. Porque tal vez hubo aquí un desenfoque de la realidad: no se trata de ilusionarse con las cosas, ni siquiera con ésas, pues nadie se enamora de las cosas, sino de las personas. El Amor que en Dios une al Padre y al Hijo es también una Persona, el Espíritu Santo; pues siendo el amor algo eminentemente personal y que tiende por naturaleza a las personas, en el Amor sustancial tenía que ser un Amor hipostasiado, es decir, una Persona. No basta con ilusionarse con las cosas de Dios, sino que hay que enamorarse de Dios; por eso, para alguien que haya entendido bien el sacerdocio, cosas como la Misa, la predicación, o la tarea del confesonario, por mucha ilusión que supongan, son al mismo tiempo, y sobre todo, una crucifixión: tienen que ser hechas por amor. La mera ilusión por las cosas, sean las que sean, conducirá pronto al vacío y a la desilusión. El amor humano puede ser mal comprendido también y tender a las personas mismas como si fueran cosas, con lo cual se hace imposible el amor. Y nadie puede vivir sin el Amor. Falsear el sentido de la vida cristiana como Amor es falsear el Mensaje de Jesucristo y el contenido de toda la Revelación del Nuevo Testamento. Aquí habría que incluir en el capítulo de culpabilidades, a partes iguales, a los cristianos juridicistas y del temor, a los de las piedades sensibleras y sin contenido y a los horizontalistas y progresistas. Los falsos cristianos de otros tiempos, lo mismo que los falsos cristianos de ahora, son la demostración patente de un fracaso en el amor y ante el Amor. Unos y otros son los que se hicieron a sí mismos impotentes para dialogar y luchar con el Amor.
Conclusión
Os he dicho que las bienaventuranzas fueron proclamadas por primera vez desde un monte. En el campo el aire es más limpio, las cosas se ven con más claridad, y hasta las palabras y los ruidos se oyen mejor. Por eso dice la esposa del Cantar:
Ven, amado mío, vámonos al campo; haremos noche en las aldeas. Madrugaremos para ir a las viñas, veremos si brota ya la vid, si se entreabren las flores, si florecen los granados, y allí te daré mis amores (Ca 7: 12–13).
Hemos dicho que las bienaventuranzas son la Alegría porque señalan el camino que conduce al verdadero Amor. Que consisten en la Alegría de saber que Dios nos ama y que nosotros le amamos. Una Alegría que, según las bienaventuranzas, queda reservada a los pobres, a los que lloran, a los humildes, a los limpios de corazón y a los que aman la justicia y por eso son perseguidos. Pero ya se sabe que estos son los oficialmente catalogados por el mundo como locos. Si tanto Dios como el mundo estuvieran en lo cierto, entonces la Alegría sería privilegio exclusivo de los locos; aunque todo depende de lo que se entienda por locura. Para el mundo antiguo, según nos certifica San Pablo (1 Cor 1:23), el Dios del cristianismo estaba loco. Una buena parte del mundo moderno lo ha creído así también, por lo que en los últimos tiempos se ha venido esforzando en presentar un Dios más razonable (aquí habría que nombrar las filosofías de Kant, de Hegel o de Spinoza, por ejemplo). Pero entonces ha ocurrido algo singular: ese Dios ya mucho más razonable se ha volatilizado, ha dejado de existir. Y de ahí la conclusión lógica: Dios, o tiene que estar loco, o no puede existir. No es extraño eso; la verdad es que un Dios razonable, a la medida humana, no puede ser Dios. Nos quedamos, por lo tanto, con que las bienaventuranzas son cosa de locos, y dejaremos para un momento posterior —que coincidirá con el final de la Historia— el averiguar cuál es el verdadero concepto de la locura. Aceptamos, pues, la etiqueta de locos que el mundo nos pone y tomamos el camino de las bienaventuranzas; sin perjuicio de comprobar, al mismo tiempo, que un mundo que ha puesto a la Razón por encima de todo es cada vez menos razonable.
Para nosotros al menos ha sido una suerte la locura de Dios. Gracias a eso ha sido posible que un Amor disparatado, loco, inmenso, infinito, nos haya amado de un modo disparatado, loco, infinito, que es como Dios nos ama. La verdad es que solamente un Amor sin fondo podía amarnos a nosotros de esa manera. Para los disparates increíbles solamente pueden darse explicaciones increíbles.
Igualmente, para comprender el Corazón de Cristo —con el que somos amados— tendríamos que comprender todo el amor y todo el dolor que ha habido entre los hombres. Pues todo verdadero amor y todo verdadero dolor han pasado por ese Corazón. De ahí que todo hablar sobre Cristo, que no sea un hablar enamorado y crucificado, acaba en tópico y se convierte en una profanación: Este pueblo me alaba con la lengua, pero su corazón está lejos de mí (Mt 15:8). Todos los libros del mundo serían insuficientes; solamente Él puede hablarnos de Él.
Nos queda como tarea, por lo tanto, limpiar nuestro corazón. Buscar los aires puros del monte de las bienaventuranzas para poder escucharlas y comprenderlas. Ya allí es cuando estaremos preparados para poder escuchar la voz del Maestro. Y, además, para ver la sonrisa y contemplar el rostro que apagarán para siempre la sed de nuestras preguntas, y que nos introducirán en el Silencio amoroso y dialogante de la Alegría Perfecta que nunca se acaba.
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