Ocurrió otro acontecimiento, aquel año más maravilloso aún. El 16 de noviembre se debían pagar 4.000 liras para los trabajos de la iglesia. Don Rúa sólo pudo durante el día reunir unas 1.000. Don Bosco, con el semblante risueño y el corazón lleno de fe y de confianza, dijo: "Para todo hay remedio. Después de comer iré yo a buscar lo que falta." En efecto, a la una salía del oratorio.

Había dado ya una vuelta larga sin saber a dónde ir cuando se encontró cerca de Puerta Nueva. No conocía en aquellos sitios a ninguna persona rica. Se detuvo y estuvo pensando por qué había ido a parar allí, cuando se le acercó un criado de librea, en cuyo semblante se veía extraña tristeza unida a gran ansiedad, y le dijo: "Reverendo, ¿es usted Don Bosco?" "Sí, para servirle." "¡Oh, qué providencia! Seguramente Nuestro Señor ha hecho que lo encuentre a usted aquí. Mi amo está enfermo y me ha enviado a buscarle para que tenga la bondad de ir a visitarle. Venga, que desea mucho verle."

Llegó al palacio. Le salió al encuentro una señora triste y llorosa y le dijo que hacía mucho tiempo que deseaba su visita para obtener de María Auxiliadora la anhelada curación de su marido enfermo de hidropesía y reducido al último extremo. Pocos minutos después, entró Don Bosco en una habitación donde encontró en cama a un señor de edad avanzada, el cual al verlo exclamó con gran contento: "¡Don Bosco, si supiera qué necesidad tengo de sus oraciones! Solamente usted puede sacarme del lecho."

"¿Hace mucho tiempo que se encuentra usted en ese estado?" "Hace tres años, tres largos años. Padezco horriblemente, no puedo hacer el menor movimiento y los médicos no me dan esperanza ninguna." "¿Quiere usted dar un paseo?" "¡Oh, pobre de mí, no los daré ya más! Otros me pasearán cuando me lleven en un ataúd." "Si usted quiere, lo hará hoy usted por sus pies y en su carruaje." "¡Oh! Si yo pudiese conseguir al menos un poco de alivio, haría con gusto cualquier cosa por sus obras." "Si me proporciona un poco de alivio, yo procuraré complacerle a fin de año." "Pero es que yo tengo necesidad de dinero esta misma tarde." "¿Esta tarde? ¿Esta tarde? ¿Pero dónde encontrarlo? Tres mil liras no se tienen a la mano. Sería preciso ir al banco." "¿Y por qué no ir al banco?" "¿Y quién va a ir al banco?" "Pues usted." "¿Salir yo? ¡Imposible! Usted bromea." "Imposible para nosotros, pero no para Dios. Ahora arriba, dé gloria a Dios y a María Auxiliadora y hagamos la prueba."

Y después de haber hecho reunir en aquella habitación a todas las personas de la casa, unas treinta, se rezaron oraciones al Señor sacramentado y a María Auxiliadora. Cuando acabaron de rezar, dio la bendición al enfermo, el cual comenzó inmediatamente a vomitar, y tanto, que su esposa, espantada, se puso a gritar: "¡Se muere, se muere!" El siervo de Dios la interrumpió diciendo: "Esté usted tranquila que no se muere, vuelve a su estado normal", e hizo traer al lecho del enfermo los vestidos que de tiempo atrás estaban guardados.

Los presentes, tan conmovidos como asombrados, observaban cómo iba a acabar todo aquello cuando entró el médico. Al ver tales preparativos, dijo muy contrariado que aquello era una locura, e intentó con gran empeño disuadir al enfermo. Pero éste respondió que era dueño de su persona y que a toda costa quería seguir las indicaciones de Don Bosco. Los de la familia intentaron ayudar al enfermo, pero el siervo de Dios los contuvo.

Poco momento después, el paciente estaba vestido, se paseaba por la habitación y mandó que engancharan el carruaje. Antes de salir, pidió algo de comer y le trajeron diversos platos que comió con gusto, como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Después bajó por su pie unos cuatro tramos de escalera porque Don Bosco prohibió que le ayudasen. Subió solo al coche, se fue al banco gozoso, volvió y entregó a Don Bosco las tres mil liras, dándole millones de gracias y repitiendo: "Estoy completamente curado". Apenas regresó al oratorio, encontró Don Bosco a la persona que lo esperaba para cobrar la cantidad que se le debía, logrado lo cual pudieron continuarse los trabajos.

¿Qué te parece? Esto me recuerda a una cosa que me pasó a mí, pero claro, sin milagros. Ya os conté que fue también muy bonita, fue la llave cuando teníamos el primer club en mi primera parroquia allí en San Andrés, cuando yo tenía 24 años. Como veis, de esto ya hace lo menos ocho o nueve años. El club era muy grande por todos los altos de la iglesia, la parte de arriba, y estaba muy destartado y lo limpiamos, pero no teníamos para comprar muebles. Entonces, pues los chicos recuerdo que jugaban a las damas y se sentaban en el suelo, ponían el tablero en el suelo y se sentaban.

Yo me enteré que estaban desmantelando un cine que querían hacerlo más moderno y que estaban sacando las sillas del cine para poner otras más. Eran sillas de estas de madera, todas de madera con asiento de madera. El asiento también de una sola pieza de madera. Y entonces yo le dije al dueño que por qué no me vendía 50 sillas. Me dijo que sí, pero que eran 500 pesetas. En aquella época 500 pesetas era un capital, menudo capital. Y yo no tenía, no tenía 500, la verdad es que no tenía 500. Me faltaba algo. 300 tampoco tenía. Tenía menos de 300, no llegaba. Ni siquiera tenía 100. Bueno, la verdad es que no tenía ni una sola peseta. Y bueno, yo dije que de acuerdo, que le daría las 500 pesetas. Quedamos en que se las pagaría al día siguiente. Y yo no tenía ni una peseta, ni sabía de dónde las iba a sacar en aquel tiempo además. Como os digo, era una cantidad muy elevada y no tenía la menor idea. Y pues nada, recuerdo aquella noche, aquella tarde me puse a confesar en la iglesia como de costumbre. Y había una cola de mujeres a cada lado de la ventanilla y una cola de hombres.

Y recuerdo que entre los hombres que estaban guardando cola para confesarse, llegó un caballero muy cumplido, muy bien vestido y tal. Y yo, pues nada, lo arrodillo ahí por delante del confesionario como a todos. Digo, "Bueno, Ave María Purísima. ¿Cuánto tiempo hace que se confesó usted?" Dice, "No, no, yo no vengo a confesarme." Digo, "Pues entonces, ¿qué es lo que desea usted si no viene a confesar?" Dice, "No, yo vengo a darle un recado. Es que vengo de parte de mi jefe. Mi jefe es don fulano de tal," que era un señorón de la parroquia.

Dice, "Es que me envía..." Yo no le había pedido nada ni a su jefe ni a nadie. Si yo estaba pensando cómo iba a pagar, yo no había... Si además tampoco había tenido tiempo de ir a pedir nada ni a buscar nada. Dice, "Es que me manda mi jefe para que le vea a usted y le entregue un donativo." Y yo viendo esto, metiendo esa mano en la cartera. Y me sacó un billete de 500 pesetas. "Me ha dicho mi jefe que le entregue 500 pesetas," que fueron con las cuales yo al día siguiente pagué la silla. Claro que aquí no hay milagritos.

Father Alfonso Gálvez