Como es la fiesta del pueblo, la gente se ha puesto la ropa de los domingos y las madres han lavado con estropajo las orejas de sus chicos. Bueno, esto no es broma, yo me acuerdo todavía cuando mi madre... No sé si tú llegarías a eso también, o ya tú, como eres de otra época, cuando mi madre me lavaba a mí con estropajo, y a mi hermano Pedro.

Resulta que en aquella época no había baños como de ahora, no había duchas, entonces el desollino tenía lugar en una especie de barreños grandísimos, o de unos lebrillos de estos de barro, que ya no quedan, esos antiguos. Y ahí, los domingos por la mañana, bueno, eso era fijo, aparte de los días laborables, algún día extraordinario que se terciara, los domingos era obligado. Nos levantábamos por la mañana, mi madre nos metía primero al uno y luego al otro en el lebrillo, y un estropajo, ¡me río yo de las esponjas estas gomosas de ahora! El estropajo era una soga esa de esparto, pero del esparto más duro, esparto puro, eso deshecha la soga y hecha una especie de bola, con lo que le da una sobada de esparto durísimo, y con eso, con toda su alma, rastreaba mi madre, y mi hermano y yo: "¡Auxilio, que me haces daño!" Y el cuello, y las rodillas, las rodillas eran un capítulo aparte. "¡Cochinos, marranos, cómo os ponéis así!" "¡Que me matas!" Así que esta época aún la he conocido yo. Tú ya no, yo todavía... No es mío, yo la he visto en otras casas. Yo le tenía pánico, y en los días de invierno, cuando el agua... Mi madre calentaba un poco el agua, el desollino, pero lo que pasa es que no la calentaba demasiado.

Los lagartos se asoman al sol de los huertos con sus verdes libreas de lacayos antiguos y se estean en paz, sin el temor de las pedradas ni de los ganchos con punta de arpón. Los chicos van en la procesión de San Andrés, hinchadas las cabezas a fuerza de lendreras y coscorrones, con los bolsillos llenos de vidrio de botellas rotas, bolindres, tapas de cajas de cerillas y pedazos de cuerda. Tiberio está en la torre, vibrante de campanas, con dos escarabajos y todo el horizonte para sí. Desde la torre ve el trajín del pueblo y los chicos que corren, los rostros gesticulantes de los vendedores de cristiones y floretas, perrunillas y huesos de santo.

Benito, el sacristán, auxiliado por dos monaguillos, se desgañita tratando de organizar a las mujeres para la procesión. Tiberio las ve desde arriba y se ríe, las ve ir y venir atolondradas, con sus zapatos de tacón alto y sus trajes de satén negro, sus velos y sus lentos y desmañados andares, azoradas ante los gritos del sacristán, incapaces de formarse como él quiere en dos filas, porque todas quieren ver la salida del santo, seguido del alcalde, con su bastón municipal y sus horondas concejales. Y como ninguna quiere perderse el espectáculo, todas se agolpan estúpidamente ante la puerta de la iglesia, hasta que sale don Tomás y las filas indecisas se reagrupan y comienzan a andar calle arriba

Tiberio se ríe de estas buenas mujeres tan atorondradas, pero tan dulces, tan sencillas, tan madrazas. "Escarabajo Martín, échate a volar, que los hijos de tu casa te quieren matar, el cuchillo está en la mesa para cortarte la cabeza, el cuchillo en el cajón para cortarte el corazón". Esto también lo decíamos nosotros cuando éramos zagales. Y el escarabajo Martín, que lo teníamos en la mano, en la palma de la mano, diciéndole eso, cuando acabábamos el verso, echaba a volar y salía volando.

Tiberio les canta esta absurda melopea a sus dos escarabajos y cuando termina el último verso, los escarabajos levantan sus hélitros. Es verdad, además esperaban siempre en determinada el último verso, eso lo he comprobado yo tantas veces: asoman sus alas membranosas y amarillentas y emprenden su vuelo bordoneante y rectilíneo. El conjuro no falla nunca, es verdad. Tiberio, que conoce las florecillas de San Francisco, cuántas veces se las habrá contado don Tomás, se extraña siempre de que no se hable allí del hermano escarabajo.

A Tiberio le inspiran un gran amor estos negros insectos, los últimos en la escala animal, los más despreciados que tanta repugnancia producen a la gente. A los chicos les gustan los escarabajos. Les atan un papelito de seda a una pata con un hilo y les cantan el escarabajo Martín. Y qué bien vuelan con su lastre, como un cometa. El maestro dice que los escarabajos son muy útiles para la agricultura, la industria y el comercio.

Tiberio baja la escalera de caracol que da al coro y se cruza con los muchachos que suben a tocar las campanas. "¡Tiberio, ven con nosotros!" Tiberio deniega con una sonrisa y sigue bajando mientras comienzan a voltear las campanas y el señor Felipe, adormilado, pulsa las carcomidas y amarillentas teclas del viejo órgano, con las primeras notas del "Cantemos al amor de los amores", que es lo único que se sabe bien el señor Felipe. Dos muchachos dan al manubrio del fuelle, ese asmático fuelle, pulmón del viejo instrumento, al que le han rejuvenecido la semana pasada, que vino un alemán a arreglarlo.

Siempre es un alemán el que arregla los órganos. Aunque sea de Sangonera, siempre tiene que ser un alemán. Si no es alemán, no arregla ningún órgano, porque nadie lo quiere. Aunque sea de Sangonera, o sea, de ahí, de Carabanchel de Abajo, tiene que ser alemán. El día que se inauguró el órgano restaurado, vino mucha gente a oírlo, hasta don Higinio, que era abogado y ateo, y padecía de cólicos biliares. Claro que don Higinio vino por dos cosas: primero, porque habían anunciado el acto con octavillas como concierto de música sacra, y don Higinio era el intelectual del pueblo y presumía de hombre liberal y amante de las bellas artes y de otras bellas. ¡Ja, ja, ja! Y segunda, porque Tiberio le había dicho que fuese. Tenía gracia el pánico de don Higinio por Tiberio, sobre todo desde aquel día cuando el abogado estaba discurseando en el casino y echando pestes de los curas.

Tiberio había entrado allí, el camarero le daba azucarillos y oyó la voz campanuda de don Eugenio. "Todo eso son pamplinas, pamplinas y pamplinas, y vosotros unos topencos. Pero, hombre, hablar de Dios y de la Iglesia y de los milagros a estas alturas, en pleno siglo XX, después de Robespierre y Flan Marión..." Hizo una pausa y vio a Tiberio que escuchaba en la puerta con ojos asombrados.

"¡Ese, ese chico, ven acá! ¡Ven acá! ¿Creéis vosotros que a este chico le ha hecho Dios? Lo hubiese hecho inteligente y no tonto. Todos sabéis que este muchacho es hijo de Marcelino, el tendero, un borracho, un desgraciado alcohólico. ¿Y a mí? ¿También me ha hecho Dios a mí? Chico, contesta tú. ¿Me ha hecho Dios a mí?" Tiberio sonrió graciosamente. "Pues, aunque no lo parezca, sí señor." "¿Cómo que no lo parece?" "Bueno, se le fue la mano en el barro, a usted lo hizo de los posos." "A mí me hizo mi padre," bramó Don Eugenio entre las risotadas de los contertulios, "mi padre, que era un hombre libre." "Su padre de usted era alpargatero," susurró Tiberio deslumbrante.

¡Madre mía la que se armó! El juez se desternillaba. "¡Entonces tú eres un alpargata! ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!" Don Iginio se levantó dando bufidos y salió con un portazo y Tiberio se encontró con las manos llenas de azucarillos mientras todos le daban golpecitos en el pescuezo. Desde entonces, don Iginio le oía a Tiberio, y la semana pasada, cuando lo del concierto de órgano, el niño fue a casa del incrédulo oficial del pueblo, porque casi todos los pueblos tienen un incrédulo oficial, lo mismo que Tonto Municipal, pero es invitado a toda manifestación pública, entierros, bodas, funerales... De igual manera, el incrédulo oficial es el encargado de recibir y agasajar al diputado socialista de turno... Esto era antes, ahora ya... Todos son increíbles los oficiales.

Tiberio fue a casa del abogado con una estabilla... "Don Iginio, mañana se estrena el órgano y hay un concierto, a ver si va usted por la iglesia, que ya está bien". El abogado pasó por alto la indirecta, movió las peludas cejas, un poco mosca, y luego miró el papel. "¡Ah, Bach! ¡Ah, Händel! ¡Ah, Fran Lear! ¡Ah, buen concierto!" "Le guardaré un sitio, don Iginio." El ateo fue a soltar una herejía bruta, pero la mirada dulcísima de Tiberio le detuvo. Eran unos ojos suaves, sonrientes y humildes. Unos ojos fascinantes que se hundían dentro de los ojos de don Iginio. De repente el hombre se sintió azorado. Aquellos ojos parecían taladrarle, como si le desnudaran, como si ante ellos fuese inútil su cinismo y el niño estuviese viendo toda su pobre carroña enferma y decrépita, su putrefacta vesícula biliar y su alma sucia como la bata del farmacéutico. Don Iginio se abrochó la chaqueta nervioso, pero no, aquellos ojos que estaban viendo su miserable verdad, no expresaban repulsión ni asco sino ternura. Y el hombre sintió una infinita gratitud por aquel niño que no se estremecía ante su miseria moral.

Puso la mano en la cabeza de Tiberio y murmuró con los ojos húmedos, con la voz húmeda de vergüenzas y pudores, "Gracias, hijo, guárdame el sitio, sí, iré". Aquella misma tarde, cuando Tiberio se lo contó a don Tomás, el cura se estremeció de alegría. "¡Que va a venir don Iginio! Gracias, san Andrés. Gracias por este milagro, por esta ovejita rebelde, la única que resistía al trabajo de este pobre pastor de almas. Pero si no acabo de creerlo, 25 años que no entra en esta casa, en la casa de Dios, que también es suya. Bendito San Andrés, bendito concierto, bendito órgano y benditos 2000 duros de mi alma, que me vale el arreglo. Y bendito tú, Tiberio, ángel mío, qué misteriosos tus caminos, Señor".

Tiberio recuerda estas cosas, apoyado en la balaustrada del coro, mientras el señor Felipe entona por undécima vez con tono nasal, "Bendito sea el Señor, Dios está aquí, venid adoradores, adoremos". Menos mal que ya sale la procesión. San Andrés, la mar de guapo con las mejores rosas de Evaristo, con los mejores lirios de la tía Evelina, sostiene su espada cruz sobre las andas. Cuatro mozos bien plantados llevan los varales. Detrás va el cura revestido. Detrás el alcalde con el traje azul marino de la boda, bien oloroso a gasolina, y su bastón de mando rodeado de la plana mayor de Ediles, todos muy bien finchados y llorondos.

Siguen el juez, el boticario, el teniente de los civiles, los guindillas, Evaristo y toda la crema social del pueblo. Arriba las campanas, Jimén Loca, su alboroto de prodigiosos bronces, mientras Felipe vuelve a la carga: "¡A Cristo Redentor, gloria a Cristo Jesús!" El litúrgico cortejo pasa bajo el coro, y don Tomás, que se sacude los chicos a manotazos, eleva sus ojos sonrientes a Tiberio y le hace una vaga seña de complicidad. Es que, detrás del alcalde y sus sedecanes, junto al juez de primera instancia e instrucción, con un flamante traje nuevo y sin cara de cólico biliar, al revés, con cara de hombre tranquilo, va don Iginio, el incrédulo oficial de la población. Dios te salve María, llena de Gracia, el Señor es contigo.

Father Alfonso Gálvez