Sucedió una vez que un joven cazador había cogido muchas tórtolas y las llevaba a vender y entonces se encontró con San Francisco. El santo, que sentía tanta piedad por los animales mansos, se puso a mirar aquellas tórtolas con ojos llenos de compasión, y dijo al que las llevaba, "¡Oh, buen joven! Yo te ruego que me las des, para que estas aves tan mansas, que en la santa Escritura se comparan a las almas santas y fieles, no vaya a dar en manos crueles que las maten."

Al instante el cazador, inspirado por Dios, dio sus tórtolas a San Francisco, quien acogiéndolas en su regazo, comenzó a decirles cariñosamente: "¡Oh hermanitas mías, tórtulas inocentes, sencillas y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Ahora que os he librado de la muerte, quiero haceros los nidos para que deis fruto y os multipliquéis según el mandato de Dios vuestro Criador." Y en efecto, San Francisco les hizo nidos donde comenzaron a poner huevos y criaron sus hijuelos en presencia de los frailes, llegando a ser tan familiares que trataban con San Francisco y sus compañeros como si hubieran sido gallinas criadas a su mano. Y no se fueron hasta que San Francisco les dio con su bendición licencia para ausentarse.

En cuanto al joven que las había dado, le dijo San Francisco: "Hijo mío, tú llegarás a ser fraile en esta orden y servirás a Jesucristo." Y así fue, porque el referido joven se hizo fraile y vivió en la orden con gran santidad.

Estando cierta vez San Francisco orando en el lugar de la Porciúncula, vio por divina revelación todo el convento rodeado y asediado por los demonios a modo de numeroso ejército. Pero ninguno de ellos podía entrar, porque la santidad de los frailes era tanta que no daban ocasión a que se introdujesen entre ellos. Mas perseverando los demonios, ocurrió un día que un fraile se disgustó con otro y pensó en su corazón cómo le podría acusar y vengarse de él, por cuyo motivo el demonio, viendo la puerta abierta, penetró en el convento y se puso sobre el cuello del fraile.

Viendo lo cual, el piadoso y solícito pastor, que con tanto afán velaba siempre por su rebaño, y viendo además que el lobo había entrado para devorar a su ovejuela, mandó llamar inmediatamente al referido fraile y le ordenó que descubriese allí mismo el veneno del odio concebido contra el prójimo, por cuyo pecado estaba en manos del enemigo. El fraile, asustado al verse comprendido por el Santo Padre, descubrió todo el veneno y rancor que tenía en su corazón, reconoció su culpa y pidió humildemente la penitencia y el perdón con misericordia. Hecho esto, absuelto que fue del pecado y recibido a la penitencia, a presencia del mismo San Francisco, se alejó el demonio al instante, y el fraile, librado de esta suerte de las manos de la bestia cruel, por la caridad del buen pastor, dio gracias a Dios y volvió corregido y amaestrado al santo redil donde vivió en adelante con gran santidad.

Un joven muy noble y delicado entró en la orden de San Francisco. Pasados pocos días, por instigación del demonio, comenzó a mirar con terror el hábito que llevaba, que le parecía un saco vilísimo. Le causaban enfado las mangas y lo largo y áspero del hábito le antojaba una carga insufrible. Creciendo su desagrado por las cosas de religión, llegó finalmente a pensar en dejar el hábito y volverse al mundo.

Tenía la costumbre, según le había enseñado su maestro, de arrollarse cuando pasaba por delante del altar del convento, donde estaba reservado el cuerpo de Cristo con gran reverencia, quitarse la capucha y con los brazos cruzados inclinarse. La noche en que quería salir de la orden, acertó a pasar por delante del altar del convento, y parándose se arrodilló e hizo la acostumbrada reverencia.

Inmediatamente fue arrebatado su espíritu y le fue mostrado por Dios una visión maravillosa, pues vio delante de sí infinita multitud de santos a modo de procesión, ordenados de dos en dos, vistiendo bellísimos y preciosos trajes de paño, con las caras y manos resplandecientes como el sol, que marchaban cantando acompañados de ángeles. Entre estos santos había dos, cuyos trajes y adornos, muy superiores a los demás, despedían tantos destellos que causaban grandísimo estupor en quien los miraba, y que hacía al final de la procesión un adornado de tanta gloria que parecía más honrado que los otros.

Viendo el joven tan maravillosa y extraña visión, aunque no sabía lo que significaba, no se atrevía a preguntar por qué estaba sumido en la admiración de tanto gozo. Pero cuando ya iba a terminar la procesión, sacando fuerzas de flaqueza, se fue derecho a los últimos, y con gran temor les preguntó: "¡Oh, queridísimos, os ruego que tengáis la bondad de decirme qué significan las maravillas que yo he visto en esta procesión tan venerable!"

Contestaron ellos: "¡Has de saber, hijo, que todos nosotros somos frailes menores que venimos ahora de la gloria del paraíso!" El joven novicio preguntó: "¿Y quiénes son aquellos dos que resplandecen más que los otros?" "Son", le contestaron, "San Francisco y San Antonio. Y el último que habrás visto tan honrado es un santo fraile que murió recientemente, el cual, porque valerosamente combatió contra las tentaciones y perseveró con nosotros hasta el fin, ahora le conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos vestidos de paño tan bellos que llevamos los hemos recibido de Dios a cambio de la áspera túnica que con tanta paciencia y gozo hemos llevado en la vida de religión, y la gloriosa claridad con que ahora nos ves iluminados, nos ha sido dada en premio de la humilde penitencia, obediencia, castidad y santa pobreza con que le hemos servido hasta el fin."

Oídas estas palabras, el joven volvió en sí, y de tal modo confesó su culpa delante del guardián y de sus hermanos, que desde entonces sólo deseó la aspereza de la penitencia de los vestidos, y acabó la vida en la orden con gran santidad.

Father Alfonso Gálvez