De cómo fue condenado Fray Junípero a la horca.

Una vez, queriendo el demonio asustar a Fray Junípero con escándalo y tribulación, fuese a un tirano cruelísimo que tenía por nombre Nicolás, que por aquel entonces hallabas en guerra con la ciudad de Viterbo, y le dijo: "Señor, guardad muy bien vuestra fortaleza, porque en breve llegará un gran traidor enviado por los de Viterbo con el fin de asesinaros y pegar fuego a vuestro castillo. Y para que veáis que os digo la verdad, os doy las señales siguientes: Vendrá vestido como un pobrecito, con los vestidos todos rotos y despedazados y con la capucha maltrecha echada a la espalda. Llevará consigo una cuchilla para mataros y una piedra de fuego con su mecha para incendiar el castillo. Si halláis que no es cierto cuanto os digo, obrad contra mí en justicia." Nicolás, oyendo tales palabras, quedó pensativo y sintió gran miedo, pues quien así le hablaba parecía ser buena persona, y mandó que los guardias se apostasen con toda diligencia y que si llegaba a las puertas del castillo un hombre con aquellas señales le fuera presentado enseguida.

En esto llegó solo Fray Junípero que, por su perfección, tenía licencia de ir y estar solo como le pluguiese. Encontróse con algunos jovenzuelos, los cuales se burlaron de él y le hicieron escarnio, pero él permanecía imperturbable y hasta parecía que les inducía a multiplicar las burlas. Al llegar a la puerta del castillo, los guardias, viéndole tan roto y casi desnudo, pues parte de los hábitos los había dado durante el camino a los pobres, de modo que no parecía fraile menos, creyeron ver en él las señales dadas por el delator.

Llevado furiosamente a la presencia del señor, el tirano Nicolás, y registrado para ver si llevaba armas, se le encontró la cuchilla de zapatero con que se arreglaba las sandalias y la piedra y la mecha que utilizaba para hacer lumbre, pues con frecuencia habitaba en los bosques y en los desiertos. Viendo Nicolás las señales que le había dado el demonio delator, ordenó que le pusieran una estrecha soga al cuello, lo que así se hizo, con tanta crueldad que la cuerda le entró en la carne. Después le puso al tormento del potro, estirando sus miembros y dejándole el cuerpo todo maltrecho, sin misericordia.

Y habiéndole preguntado quién era, contestó el fraile: "Yo soy un grandísimo pecador". Y preguntándole si quería traicionar el castillo y entregarlo a los de Viterbo, contestó: "Yo soy el mayor traidor del mundo e indigno de cualquier bien". Y preguntándole si con aquella cuchilla quería matar al tirano Nicolás, contestó: "Con esto y cosas mayores haría si Dios lo permitiese". Con esto no quiso Nicolás preguntar más, lleno de ira y sin dar tiempo a más, condenó a Fray Junípero a ser atado a la cola de un caballo y arrastrado así hasta la horca y colgado. Fray Junípero nada hizo a su favor, sino que como persona que por el amor de Dios hallaba contento en las tribulaciones, manteníase alegre y risueño.

Y fue puesto en ejecución el mandato del tirano y ligado Frei Junípero por los pies a la cola de un caballo, siendo arrastrado. El fraile no protestaba ni se dolía. Como manso corderillo llevado al matadero, permanecía en la humildad. Y todo el pueblo concurrió en masa a este acto inesperado y súbito de la justicia, a prisa y con crueldad. Y nadie le conocía.

No obstante, quiso Dios hacer que un buen hombre que había visto cómo se apoderaron de Fray Junípero y que le querían ajusticiar, corrió al lugar de los frailes menores diciendo: "¡Por Dios os ruego que vengáis enseguida, porque ha sido cogido un pobrecito y se le ha sentenciado rápidamente y es llevado a la muerte! ¡Venid al menos para que ponga el alma en vuestras manos! ¡Venid enseguida!"

El guardián, que era hombre muy piadoso (en los conventos antiguos se llamaba guardián al que hacía de superior, de jefe de la comunidad), fue enseguida para subvenir a la salud espiritual del condenado. Y llegando era tanta la muchedumbre de gente reunida para contemplar la ejecución que no podía dar con la entrada. Estando así observando, oyó una voz entre la gente que decía: "¡Malditos! ¡No lo hagáis así, que me hacéis daño en las piernas!" Y esta voz le hizo entrar en sospechas que fuese la de Fray Junípero. Y con fervor de espíritu se abrió paso entre la gente, y llegando al condenado, vio que no era otro que él.

Por compasión, quiso quitarse la capa y recubrir con ella a Fray Junípero. Este, con el semblante alegre y casi riendo, le dijo: "¡Oh, guardián! Tú estás gordo, y te sentiría mal viéndote la gente desnudo. No quiero que te desnudes por mí." Entonces el guardián, llorando, rogó a los ejecutores de la justicia y a todo el pueblo que por piedad esperasen un poco el cumplimiento de la sentencia, yendo él a ver al tirano para interceder en favor de Fray Junípero. Consintieron todos, creyendo que el condenado fuese un pariente del guardián.

Y fue este con toda devoción al tirano Nicolás, al que dijo entre lágrimas: "Señor, estoy admirado y amargado en tal grado que no sé cómo puede hablar mi lengua, porque creo que hoy se ha cometido en esta tierra el pecado más grande que se ha realizado en el mundo. Desde los tiempos antiguos no existe otro mayor." Nicolás le escuchó pacientemente y le preguntó: "¿Cuál es este pecado y cuál es el mal que hoy se ha cometido en la tierra?" Contestó el guardián: "Señor mío, uno de los frailes más santos que existen en nuestra orden de San Francisco, de quien soy santo devoto, ha sido juzgado con cruel justicia y creo que sin razón." Dijo Nicolás: "Decidme, guardián, ¿quién es este? Porque tal vez sin conocerlo he cometido esta falta." Dijo el guardián: "Este a quien habías condenado a la horca es Fray Junípero, compañero de San Francisco." El tirano Nicolás quedó estupefacto, porque sabía bien cuál era la fama de santa vida que llevaba Fray Junípero, y atónito y pálido fuese con el guardián a donde se hallaba Fray Junípero, al que desató de la cola del caballo.

A la vista de todo el pueblo, se echó a sus pies y con grandísimo llanto confesó su error y la culpa de la injuria y de la villanía que había hecho al santo fraile, y añadió: "Creo verdaderamente que los días de mi mala vida se terminan, porque he atormentado a este santo hombre sin razón alguna. Dios hará que yo muera de mala muerte, aun cuando haya cometido el hecho con ignorancia de lo que hacía."

Fray Junípero perdonó enseguida al tirano Nicolás de modo espontáneo, pero Dios permitió que de allí a pocos días, dicho tirano acabase su vida de una manera harto cruel, y partiendo luego Fray Junípero, dejó muy edificado a todo aquel pueblo de la extrema caridad de Fray Junípero.

Fray Junípero sentía tanta piedad y compasión de los pobres que cuando veía a alguno que fuese mal vestido o casi desnudo, súbitamente se quitaba los hábitos y se los daba. Hora la túnica, hora la capa, hora la capucha, de modo que el guardián tuvo que mandarle, por la virtud de la obediencia, que no diese los hábitos enteramente, porque además le costaría mucho dinero al convento.

Sucedió por casualidad que pasados algunos días, hallóse con un pobre casi desnudo, el cual le pidió limosna por amor de Dios. Fray Junípero, movido a compasión, le dijo: "Nada tengo que darte si no es mi túnica, y mi prelado, por la obediencia, me ha mandado que no la pueda entregar a nadie, pero si tú me la quitas de encima, yo no pondré obstáculo." No lo dijo a ningún sordo. El pobre le quitó la túnica al revés, dejando desnudo a Fray Junípero. Y llegando Fray Junípero al lugar, le preguntaron dónde estaba la túnica y contestó: "Una buena persona me la quitó de encima y se la llevó."

Creció en él de tal modo la virtud de la piedad que no sólo daba su túnica sino también los libros, los ornamentos, el manto o todo lo que tenía a la mano, y por esta razón los frailes no dejaban nada a la vista porque Fray Junípero todo lo daba por amor de Dios y a su loor.

De cómo Fray Junípero jugaba como un niño. Pero esto lo leeremos otro día. De la extraña comida que cocinó Fray Junípero. También lo leeremos otro día, me parece que lo vimos ya una vez. Dios te salve María y en la iglesia del Señor.

Father Alfonso Gálvez