El Padre reflexiona sobre el desarrollo de la vida cristiana, advirtiendo que a menudo se da demasiada importancia a aspectos secundarios, olvidando lo fundamental. Señala que en el cristianismo moderno existe una inflación de temas como la justicia social y la doctrina social, que, aunque importantes, no deben confundirse con lo primordial. Enfatiza que el amor a Dios y a Jesucristo debe ser el centro de la vida cristiana, citando a San Pablo, quien estaba preparado para vivir en la pobreza o en la abundancia, considerando estos aspectos como secundarios. El Padre subraya que una vida cristiana sin amor a Dios y a Jesús carece de sentido, independientemente de cuán social o comprometida sea. Destaca la importancia de estar "enamorados del Señor" para superar las dificultades y tentaciones de la vida. Afirma que con este amor, los sufrimientos y tribulaciones se vuelven secundarios e incluso pueden parecer hermosos, como enseñaron los grandes místicos. El Padre concluye recordando que las lágrimas cristianas son mitad sufrimiento y mitad gozo, y que la tristeza y la amargura no son cristianas. Advierte contra la mediocridad y la tibieza en la fe, instando a vivir una vida intensa en Cristo. Finalmente, alienta a aprender de San Pablo y a confiar en que todo es posible en Cristo Jesús, quien nos conforta.