El Padre expone que, aunque como criaturas participamos de la vida divina y de los atributos de Dios como la inteligencia, bondad y racionalidad, esta participación es inherentemente limitada y finita. Subraya que la distancia entre nuestras capacidades y las de Dios es infinita, y por ello, nuestros pensamientos y planes difieren enormemente de los de Él. Relata su propia negación inicial hacia ser sacerdote y su sorpresa ante el llamado de Dios que contradecía sus planes mundanos de ser militar, médico o abogado. Este cambio radical de su vida le hizo reflexionar sobre cómo los planes divinos superan nuestros deseos y ambiciones humanas. Utilizando la metáfora bíblica de la pesca milagrosa, el Padre enfatiza que ser un "pescador de hombres" no es una tarea trivial y requiere habilidades excepcionales, dones divinos que solo Jesucristo puede otorgar. La diferencia entre pescar peces y "pescar" hombres es inmensa; este último requiere una santidad y una configuración con Cristo que nos distinga del resto del mundo, permitiendo que a través de nosotros, otros vean a Cristo. Insiste en que debemos transmitir las palabras de Jesucristo y no las nuestras, porque solo éstas tienen el poder de transformar vidas. Además, recalca la importancia de vivir las enseñanzas del Evangelio y las bienaventuranzas de manera concreta, ya que es a través de nuestra conducta y testimonio vivo que podemos impactar y atraer a otros hacia Dios. Finalmente, resalta que para cumplir esta misión necesitamos la gracia divina, y pide la intercesión de la Virgen María para obtener la fortaleza y la comprensión necesarias para ser verdaderos pescadores de hombres en tiempos difíciles.