El Padre ofrece una reflexión profunda sobre la importancia fundamental de producir buenos frutos en la vida cristiana, basándose en la parábola de la higuera estéril. Enfatiza que el cristianismo no es solo una religión de creencias, sino que requiere la manifestación práctica de estas creencias a través de buenas obras impulsadas por el amor. Explica que las buenas obras esperadas por Dios deben ser extraordinarias y heroicas, surgiendo de un corazón generoso y abundante, no limitándose a simples actos buenos ocasionales. Critica la mediocridad y la tibieza en la vida cristiana, señalando que no hay excusas válidas para no producir frutos abundantes. El Padre contrasta esta visión con la doctrina protestante de la "sola fides", argumentando que al eliminar la necesidad de las buenas obras, se destruye el aspecto esencial del cristianismo: el amor como relación de entrega mutua. Destaca que los frutos del Espíritu Santo (caridad, gozo, paz, etc. ) son manifestaciones necesarias de una auténtica vida cristiana. Concluye reflexionando sobre la paradoja de que Dios frecuentemente elige a los más humildes y débiles para producir los frutos más extraordinarios, usando la imagen de la higuera como símbolo de esta verdad. Enfatiza que todos están llamados a dar frutos abundantes, independientemente de sus aparentes limitaciones.