Sobre Fray Conrado de Ofida y sus grandes y milagrosos hechos. Fray Conrado de Ofida, admirable celador de la pobreza y de la regla de San Francisco, fue por su piadosa vida y por sus grandes merecimientos, tan amado por Dios, que Cristo bendito le honró en vida y en muerte con muchos milagros, entre todos los cuales vamos a referir el siguiente.

¿Lo leemos? Habiendo una vez llegado al convento de Ofida unos frailes forasteros, los hermanos le rogaron por amor de Dios que amonestase él a un fraile joven que allí había, que se conducía tan pueril, disoluta y desordenadamente, que perturbaba a los viejos y jóvenes de la comunidad, sin ocuparse del divino oficio y de otras observancias de la regla. Fray Conrado, por los ruegos de los compañeros y por compasión hacia el joven, le llamó un día a un lugar retirado y con fervor le dirigió tan eficaces y devotas amonestaciones, que ayudado por la divina gracia, se cambió de repente de niño en prudente anciano y fue obediente y benigno, solícito y devoto, pacífico, servicial y para las cosas de virtud, muy estudioso.

Bueno, le teníamos que pedir la receta a Fray Conrado, ¿verdad? Lo que pasa es que Fray Conrado era un santo y por eso conseguía tales milagros, porque esto fue, lamentablemente, un milagro. Murió joven, de lo cual se dolieron mucho todos los frailes. Este, el converso, se murió joven. Y poco después de su muerte, su alma se le apareció a Fray Conrado cuando estaba éste devotamente en oración delante del altar, saludándole con tanta devoción como a su padre.

Entonces Fray Conrado le preguntó: "¿Quién eres tú?" Respondió: "Soy el alma de aquel fraile joven que ha muerto hace pocos días." Fray Conrado replicó: "Oh hijo queridísimo, ¿y qué es de ti?" A lo que contestó era parecido. ¿Leemos lo que contestó era parecido? "Por la gracia de Dios y por tu doctrina bien estoy, porque no me he condenado. Pero por esos pecados míos que no tuve bastante tiempo de purgar en el mundo, cuando mi conversión, ahora padezco las penas del purgatorio. Y te ruego, Padre, que así como por tu piedad me socorriste cuando yo estaba vivo, así también ahora me socorras en mis penas, diciéndome algún Padre nuestro, porque tu oración es muy aceptable en la presencia de Dios."

Fray Conrado, accediendo benignamente a su ruego, recitó una vez por él un Padre nuestro, con un Requiem aeternam, y dijo a aquella alma: "Oh Padre queridísimo, cuánto bien y qué alivio siento, ahora te ruego que lo reces otra vez." Así lo hizo Fray Conrado, y cuando lo hubo hecho, añadió el alma: "Santo Padre, cuanto más oras por mí, más aliviado me siento. Por eso te ruego que no dejes de rezar por mí." Entonces, Fray Conrado, viendo que aquella alma se aliviaba con sus oraciones, repitió cien veces el Padre Nuestro y cuando los hubo rezado, añadió el alma: "Te agradezco, Padre querido, en nombre de Dios, la caridad que has tenido conmigo. Tus oraciones me han librado de todas las penas y me voy al reino celestial." Dicho esto, desapareció.

Entonces, Fray Conrado, para infundir alegría y valor a los frailes, le refirió por su orden toda aquella visión. "¿Qué, os ha gustado?"

Capítulo 45, donde se habla también del santo fraile Juan de Penna. Siendo muchacho y cuando era estudiante en la provincia de la Marca, Fray Juan de Penna, una noche, se le apareció un joven bellísimo que le llamó diciendo: "Juan, vete a San Esteban donde predica uno de mis frailes, cree en su doctrina y oye sus palabras porque yo te lo mando. Hecho esto, habrá de hacer un gran viaje, después de lo cual nos veremos otra vez." Inmediatamente se levantó sintiendo una gran mudanza en su corazón.

En San Esteban encontró gran multitud de hombres y mujeres a la espera del sermón. El que debía predicar, llamado Fray Felipe, era uno de los primeros frailes que habían venido a la marca de Ancona cuando se fundaron conventos en aquel lugar. Subió el dicho Fray Felipe a predicar y lo hizo no con palabras de sabiduría humana, sino con la virtud del Espíritu de Cristo, anunciando el reino de la vida eterna.

Terminada la plática, el referido joven se fue a Felipe y le dijo: "Padre, si te dignas recibirme en la orden, con mucho gusto haré penitencia y serviré en ella a nuestro Señor Jesucristo." Viendo Fray Felipe la inocencia del muchacho y su gran voluntad, le dijo: "Ven conmigo un día a Recanati, que allí haré que te reciban en el capítulo provincial que va a celebrarse." El joven, que era purísimo, pensó que aquel sería el viaje que debía hacer, según la revelación que había tenido, y que después iría al paraíso, que esto era lo que esperaba tan pronto fuese recibido en la orden.

Dirigióse a Recanati y le admitieron, pero viendo que sus pensamientos no se cumplían, al oír decir al ministro en el capítulo que si alguno quería ir a la provincia de Provenza por mérito de la obediencia, le sería con mucho gusto otorgada la licencia, le entró deseo de ir pensando que aquel sería el gran viaje que debía de hacer antes de entrar en el cielo. Avergonzado sin embargo de decirlo, confió a Fray Felipe la razón por la que había entrado en la orden y le suplicó que le obtuviese aquella gracia de trasladarse a Provenza. Fray Felipe le alcanzó la licencia y Fray Juan con gran alegría se puso en camino, pensando siempre que terminado el viaje se iría al cielo.

Mas por voluntad de Dios, estuvo allí 25 años con la misma esperanza y deseo, viviendo con grandísima pureza, santidad y ejemplo, creciendo siempre en virtud y gracia de Dios, y siendo muy amado de los frailes y del pueblo. Hallándose un día en oración, lloraba y se lamentaba de cómo se demoraba su deseo, prolongándose su peregrinación en esta vida, cuando se le apareció Cristo bendito, ante cuya presencia se regocijó su alma, y el Señor le dijo: "Hijo mío, Fray Juan, pídeme lo que quieras." Él contestó: "Señor, yo no sé qué pedirte, sino a ti mismo, porque no deseo ninguna otra cosa."

A lo que le dijo el Señor, "Tu oración ha sido atendida." Dicho esto, partió quedando Fray Juan muy consolado. Por entonces, los frailes de la marca que habían oído la fama de su santidad, hicieron que el general le mandase por obediencia que volviese con ellos. Alegremente emprendió el viaje pensando que al terminarlo iría al cielo, según la promesa de Cristo. Pero, devuelto a la provincia de la Marca, vivió en ella otros 30 años sin ser conocido por ninguno de sus parientes. Y todos los días esperaba la misericordia de Dios que le cumpliese la promesa.

Antiguamente la gente era más dura que ahora, tenía más paciencia, ¿verdad? Durante este tiempo, ejerció varias veces el oficio de guardián con gran discreción. En los conventos antiguos, en los frailes antiguos, se llamaba guardián al jefe del convento, al padre superior del convento, al jefe de la residencia. Con gran devoción, Dios obró por él muchos milagros. Entre los muchos dones de que estaba adornado, tenía el espíritu de profecía.

Una vez, hallándose fuera del convento, uno de sus novicios (los novicios eran los que entraban, los chicos jóvenes que entraban y comenzaban, en plan de prueba, la vida de frailes, antes de consagrarse a Dios por entero y de ser ordenados sacerdotes) fue combatido por el demonio y tan fuertemente tentado que, consintiendo en sus malos deseos, pensó interiormente salirse de la orden tan pronto como Fray Juan regresara. Fray Juan supo por espíritu de profecía de su tentación del novicio, y volviendo inmediatamente a su casa, llamó al dicho novicio y le dijo que quería que se confesara. Pero antes de hacerlo, le fue contando toda la tentación según Dios le había revelado, y después añadió: "Porque me has esperado y no has querido irte sin mi bendición, hijo mío, para contarme lo que te pasaba, Dios te ha concedido esta gracia, que jamás saldrás de la orden y morirás en ella con la divina gracia."

¿Veis lo que hace la sinceridad y el contar las cosas? Cuando uno tiene un lío, contar las cosas a quien se lo deben de contar. El novicio fue confirmado en la buena voluntad y permaneció en la orden, donde en efecto llegó a ser un santo fraile. Todas estas cosas me las refirió a mí, Fray Hugo Lino.

El dicho Fray Juan, aunque era de ánimo alegre y tranquilo, rara vez hablaba. Hombre de gran devoción y oración, se cuenta que después de maitines nunca volvía a la celda, sino que se estaba en la iglesia hasta que amanecía haciendo oración. Una noche que después de maitines oraba según su costumbre, se le apareció el ángel de Dios y le dijo: "Hermano Juan, por fin ha llegado el término de tu viaje que por tantos años has esperado. Por eso, en nombre de Dios, te encargo que pidas la gracia que quieras. Y también te anuncio que elijas lo que quieras."

"O un día en el purgatorio, o siete días de penas en este mundo." ¡Madre mía! Después de todo lo santo que era, de todos los milagros que hacía, y de todas las cosas, aún tenía que estarse un día en el purgatorio. ¡Madre mía! Bueno...

Y eligiendo Fray Juan con más gusto los siete días de pena en este mundo, fue presa de varias enfermedades. Se apoderó de él la fiebre, paralizó sus pies y manos, la gota, le acometió el dolor de costado y muchos males más. Pero lo que más pena le causaba era un demonio que se le ponía delante y tenía en la mano un gran papel en el que estaban escritos numerosos pecados que él nunca jamás había cometido. Y le decía el demonio: "Por estos pecados que tú has cometido por pensamiento, palabra y obra, mereces ser hundido en lo profundo de los infiernos."

Fray Juan no recordaba ningún bien que hubiese hecho, ni siquiera el haber pertenecido a la orden ni estar en ella. Solo pensaba que se había condenado, según el demonio le decía. Por eso cuando alguno le preguntaba cómo se sentía, contestaba: "Mal, muy mal, porque estoy condenado." Viendo esto, los frailes se admiraron y enviaron a llamar a un fraile antiguo que se llamaba Fray Mateo de Monterrubiano, hombre muy santo y muy amigo de Fray Juan.

Cuando llegó, se hallaba aquel en el séptimo día de tribulación. Le saludó el recién venido y le preguntó cómo estaba. Respondió el enfermo que estaba mal porque estaba condenado. Entonces le dijo su amigo Fray Mateo: "¿No recuerdas haberte confesado muchas veces conmigo? Yo te he absuelto enteramente de todos los pecados. ¿No te acuerdas de haber servido siempre a Dios en esta santa orden por muchos años? ¿No te acuerdas de que la misericordia de Dios excede a todos los pecados del mundo y que Cristo bendito nuestro Señor pagó para rescatarnos un precio infinito? Pensando en esto debes sentir esperanzas de que al fin de esta vida serás salvo."

Y diciendo esto, por haberse cumplido el término de su expiación, la tentación desapareció y vino el consuelo. Entonces, con gran alegría, dijo Fray Juan a Fray Mateo: "Veo que estás fatigado y como la hora de mi tránsito se retarda, te ruego que vayas a descansar." Fray Mateo no quería dejarlo, pero al fin, cediendo a sus instrucciones, se fue a descansar, quedándose solo Fray Juan con el hermano que le servía.

En esto se apareció Cristo bendito con grandísimo esplendor y con suave fragancia, según le había prometido en la primera aparición, que volvería a verle cuando tuviera mayor necesidad, y lo sanó perfectamente de todas sus enfermedades. Entonces, Fray Juan, con las manos juntas, dio gracias a Dios de que con óptimo fin había terminado el gran viaje de la presente y miserable vida. Y en manos de Cristo, entregó su alma a Dios, pasando de esta vida mortal a la eterna, como tanto tiempo había deseado. Y fue enterrado en el convento de Penna de San Juan. Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo.

Padre Alfonso Gálvez